EL OTRO REINO DE SHAMBALA


Rosa e Iris. Copyright foto: Teresa Morales
No recuerdo bien cuánto tiempo me llevó acostumbrarme a los rostros afligidos por el cansancio vital que mostraban las cientos de arrugas nonagenarias. Ni a esas manos, huesudas en la mayoría de los casos, y atrofiadas, en otros tantos. No tengo claro cuánto tiempo necesité para acostumbrarme al sonido de los aparatos de oxígeno que golpean y rompen la sinfonía ambiental habitual, como si fuera una respiración metalizada y dificultosa. Ni tampoco, en qué momento, después del primer día, acepté como normal aquellas toses que arrastraban suciedad, ni esos olores a acidez, rancio y a una existencia casi estanca. No sé. El caso es que llegó un momento en el que todo eso comenzó a percibirse como usual, hasta el punto de hacer desaparecer el rechazo. Los escrúpulos se diluyen y, en cierta medida, acabas fundiéndote con el ambiente. Haciendo tuyas esas flemas, esas quejas, y esas fragancias a pañal senior y pomadas antirreumáticas. El olor de la servilleta que esconde dulces para una próxima vez; el de los armarios que atesoran cajas de pastas para futuras visitas, y hojas de laurel contra las polillas; los tapetes para la mesa con manchas de naranja o kiwi, y rastros del agua terrosa que en algún momento se desbordó del plato de la maceta. Ese olor a cojín de ganchillo que trajeron del salón de casa, o el de la felpa de la bata que cuelga en el perchero del baño, al lado de una estantería donde reposa un frasco de colonia junto a la cajita para la dentadura postiza. Un día, de pronto, descubres que has interiorizado esas sensaciones y hasta los propios dolores ajenos, y, sin saber cómo, tú también te has vuelto uno más de los que allí están, aunque no pernoctes. Y ya no da asco nada. Sorprendentemente, comienzas a atisbar la belleza donde jamás creías que podrías encontrarla. Y la disfrutas. Y te conviertes en un poquito más vieja. Y también en un poquito más sabia. Dejas de ser lo que creías ser. Y en ese instante, te sonríe un reflejo que, aunque se parece a ti, no eres tú, y te susurra que estás en una especie de Shambala. Rodeada de amor y compasión.
No sé por qué extraña razón, en nuestra sociedad, vemos la vejez como si fuera una especie de estado físico y mental ajeno a nosotros, los observadores. Como si esas personas no fueran tales. Como si pertenecieran a otra especie. Algo que no es humano. Y creemos que siempre han sido así. Arrugados, torpes, sucios, desahuciados, opacos... Como si hubieran nacido así. No vemos ni su madurez, ni su evolución, ni su juventud, ni mucho menos, conseguimos asomarnos a su infancia, pura, limpia y radiante, con fragancia a talco y almidón. No valoramos a primera vista los buenos momentos de felicidad que han construido y modelado la vida de un hombre de 90 años, ni las recompensas familiares que han ido forjando la dicha de una mujer de ochenta y tantos. Pensamos que siempre han sido así. Seres de calzoncillos grandes y fajas enormes, de calcetines de lana pasada y bragas anchas de algodón. Pero no. No siempre fue así. Ni lo fueron. Ni lo seremos. Hubo esbeltez, y coquetería. Buen gusto en el vestir, y obsesión por la ropa impoluta. Hubo ligereza y flexibilidad, en las piernas, la mente y el corazón. Hubo anhelos, retos y esperanzas. Hubo fortaleza y estímulos. Buen humor y valor. Hubo autonomía, inteligencia y destreza. Y una existencia tierna, con aroma a cuerpos atléticos que se dejaban abrazar y decoraban el  sexo con deseo y caricias elegantes.   
No sé por qué en esta sociedad vemos la vejez de otros como algo ajeno a nosotros. Pero sí sé que, de pronto, un día descubrí que yo era una más con todos ellos. Y me convertí en un poquito más vieja. Y también, en una pizca más noble, rodeada de tanto amor y compasión. A las puertas, abiertas, de ese reino de Shambala en el que conviven quienes con otra mirada y otra esencia apuestan por una nueva luz.