



Australia es paisaje. Tan diverso en sus colores como en sus texturas. De la arena del desierto roja y áspera a la arena fina y blanquísima de Whitheaven Beach. La tierra amarillea desde el interior hacia la costa. Abandona los naranjas de Uluru y Las Olgas y se convierte en un verde intenso de cañas de azúcar y plantaciones de café en la franja previa al océano o incluso en los bosques frondosos y salvajes de las islas. El turquesa deja de ser la referencia de una piedra preciosa para ser el vestido de gala del Pacífico que da vida a la Gran Barrera de Coral, donde los peces y el fondo marino adquieren la esencia de Australia y son lo que he visto durante estas semanas: colores.
Las ciudades son el resultado de una sociedad abierta formada por los hijos y los nietos de aquellos inmigrantes que poblaron el continente huyendo de guerras, pobrezas, hambre y conflictos políticos. Ahora las calles de las dos grandes ciudades, Sydney y Melbourne, conforman lo que podría ser una gran terminal de un aeropuerto internacional donde las personas van y vienen, dejando y llevando lo mejor de sus culturas, plasmando en cada esquina sus tradiciones y aceptando, en cada paso de cebra, lo que el vecino hace, dice y piensa dentro de esa burbuja de globalidad.
La libertad, hija del respeto, adquiere una nueva dimensión en una tierra de anglosajones que construyeron su propio mundo ajenos al resto de las directrices del planeta. La crisis internacional, por ejemplo, ni les va ni les viene y ellos sólo miran al cielo y acomodan su vida al clima. Viento, sol, nubes, lluvia y otra vez viento, sol, nubes y lluvia y la vida, en las antípodas, es capaz de alterar el curso de la naturaleza. Las estaciones no aparecen sólo una vez cada tres meses sino que las cuatro pueden sucederse en el mismo día.
Los barcos de recreo y los ferries públicos se deslizan sobre el Parramatta mientras el trasiego de gente en Circular Quay hace que el centro de Sydney esté ubicado, curiosamente, en el extremo de una bahía. Y en Melbourne, el Yarra deja un suave ambiente de rélax por el Southbank mientras los melbournians, tipos despreocupados y aparentamente felices en su cómoda vida, pedalean de camino al trabajo o de regreso a casa.
Amarillo del sol, rojo de la tierra y negro de la piel. Los colores de la bandera aborigen lucen en varios edificios en las ciudades recordándole al viajero que ellos, los aborígenes, ya estaban aquí mucho antes de que el hombre blanco apareciera. Muchos antes, incluso, de que aparecieran en otros países y continentes. Y con la misma potencia de sus franjas y círculo solar, la otra raza que guarda su historia en la poco segura pero entrañable tradición oral, no le que queda más remedio que cobijarse en asentamientos lejanos que no acaban de comprender pero que ocupan sin rechazar. Abandonaron el nomadismo y ahora se dan a las consecuencias miserables de una vida sin recursos y, sobre todo, sin la certeza de cuáles ni dónde están de verdad sus arraigos.
El plumaje de las aves brilla en el cielo y alegran las ramas de esos preciosos y gigantescos eucaliptos que pueblan todo el país. Rojos, verdes, azules… Y todos de un tono intenso. Desde el desierto hasta la costa este, los colores se suceden y dejan una estela multicolor de sensaciones amables con las que el viajero, en este caso yo, ha alimentado un cachito de existencia.
Copyright fotos: Teresa Morales. Australia