El padre de Guillermo trabajaba en la cantera desde que tenía doce
años. Aprendió el oficio de su abuelo a quien una ola de frío le congeló la
sangre y lo mató. El gran Fabrizzio había llegado a ser capataz de una cuadrilla de
veinte obreros que arañaban la montaña con máquinas todopoderosas para sacar
lascas de granito y mármol de dimensiones indescriptibles. Pero lo que a él le
gustaba era aprovechar los restos de aquellas moles para tallar esferas
perfectas que luego vendía a los grandes señores de la ciudad. Unos las adquirían
para decorar los muros de sus propiedades, otros las apreciaban como armas
arrojadizas, los más bucólicos las rodeaban de enredaderas para pintarlas de
verde natural y los más viajados las distribuían en rectángulos de arena
organizando un gran jardín zen.
Pero con los años, todas desaparecieron salvo una. La más pequeña, que
una mujer compró a cambio de una docena de cuentos. La colocó en el centro de
un patio, la rodeó de cuatro magnolios y cuando el sol pedía permiso y el cielo
dejaba de llover, se sentaba sobre ella mientras le contaba a su nieto la
historia de la esfera celeste con la que los sabios intentaban mostrar el
movimiento de las estrellas cuando el mundo era una imperfecta esfera formada
por mucha inocencia y algo de fe.
La mujer murió y el nieto
creció, se hizo un joven y después un señor. Compró un local en un antiguo
palacio de una ciudad vecina donde abrió un despacho que tenía una ventana a
ras de suelo de un patio donde alguien, con mucho acierto y bastante intención,
colocó una esfera de granito. La misma que un escultor talló mientras su esposa,
escritora en ciernes y soñadora por afición, le deleitaba contándole la
historia de la luna llena, redonda y magnética como una esfera de mármol, de aquellas que tallaba el gran Fabrizzio, a las afueras de una ciudad porticada donde el viento rescataba palabras de cuentos de otras épocas o incluso de otros blogs.