Lo único que sé de Samia Yusuf Omar es lo que nos ha llegado estos días por las noticias. Que era una gran atleta de su país. Que fue la mejor de África en la prueba de los 100 metros. Que compitió en las Olimpiadas de Pekín 2008. Que, por entonces, no ganó, es más, llegó la última, con casi diez segundos de retraso con respecto a sus compañeras, pero que consiguió llegar a la meta. También nos han dicho que murió en abril, porque la patera en la que viajaba desde Libia hasta Italia, naufragó. Su deseo era pisar territorio europeo donde conseguir un buen entrenamiento que le llevara a participar en los Juegos Olímpicos de Londres 2012. El destino, sin embargo, le tenía reservada una prueba marítima de obstáculos, olas e inclemencias, amén de todo el sufrimiento que suponía entrenar a diario entre el baile de balas de su país natal, Somalia. Me llegan las noticias de su muerte, de su sueño y de su final. Para ella, que en algún sitio está, subiéndose al podium de los mejores y más valientes, mi particular medalla de oro y una flor, esta. Porque incluso en los ambientes fangosos, estanques de aguas turbias, nacen joyas de la naturaleza, con fuerza de voluntad y determinación.