Mientras mi gato duerme y el viento agita el silencio abrasador de la casa, mi imaginación ha decidido entablar una sobremesa con imágenes, historias, leyendas y sinfonías de otros tiempos y otros pueblos, algunas ciertas, y otras no. Cuentan los hijos de los hijos que en una aldea real, no muy lejana, los más ancianos del lugar construyeron un palacio repleto de filigranas de yeso, escaleras de granito y techos de roble y nogal. Decoraron las paredes con mosaicos de porcelana y, a falta de láminas de cristal, remataron los huecos de las ventanas con hilos de platino. En el patio central, de columnas simples y robustas, sellaron el inicio oscuro del vacío de un pozo con un forjado que el conde encargó a los artesanos de León. Arriba, los aposentos de los once hijos, y el dormitorio de los señores que, en las noches de luna llena, acogía a las estrellas que caían del cielo con el repique de las campanas de la Iglesia del Cristo Crucificado. En la planta baja, una puerta de madera daba al huerto donde el gran moral chorreaba la dulce tinta de sus frutos. Manjar apetecible y sabroso, tentación de bocas sedientas que a la hora de la merienda satisfacía la gula de los niños y algún que otro momento de lujuria de los padres.
Una tarde de un verano, en el preciso instante en el que la sombra del ciprés se colaba por el hueco de la cerradura del cementerio, una cigüeña con el pico lila y las patas verdes se posó sobre la torre de las cinco esquinas que los turistas señalaban con incredulidad. De forma casi instantánea, las tórtolas, dicen, levantaron el vuelo y emigraron hacia el pueblo vecino donde un campanario revestido de ladrillo rojo las adoptó. Los perros, cuentan, se callaron y no volvieron a ladrar, enmudeciendo las siestas del estío. Los gatos, afirman, se refugiaron al abrigo del corral del convento que las monjas carmelitas habían abandonado sigilosamente en una mañana de tormenta estival. Y los vecinos del pueblo, asombrados por la extraña criatura, se sentaron en la plaza para, simplemente, observar. Fue un verano famoso porque el sol enviaba fuego pero, a pesar de eso, aquel día, en aquel instante, el tiempo se congeló. El ave zancuda se quedó quieta durante treinta días y treinta noches. Sin emitir sonido ni mover las alas. Cuentan los hijos de los hijos que durante ese periodo, los más ancianos rejuvenecieron, las sonrisas se multiplicaron, los niños danzaban alegres sin miedo a las amenazas, y hasta los fantasmas de los nobles del palacio escribían sobre los muros de sus antiguos aposentos que la imagen zancuda de colores no era una ilusión sino la sencilla y mágica realidad.
De aquella época feliz queda el testimonio de una fuente que jamás se seca, cuyo caño transporta un agua limpia y transparente, con origen en un manantial que nació a los pies de una formación rocosa a la que un biólogo francés bautizó como La flor del alba. De la residencia principal quedan los muros de la estructura y el aristocrático silencio de unos andamios de aluminio que algún político ordenó colocar para su restauración, así como varios bloques de ladrillos que, a la espera de ser usados, guardan entre sus orificios los entresijos que aún permanecen en la historia de aquella aldea medieval. Mágica y misteriosa, de nobles y de monjas, construida sobre leyes y encantamientos, al abrigo de un cielo estrellado que ningún artesano ha sido capaz de imitar.
Las filigranas del tiempo, realizadas en yeso, marfil o barro, han ornamentado también una enciclopedia de leyendas de las que, dicen, más del 90% son verdad. O eso, al menos, es lo que cuentan los hijos de los hijos, vecinos de un pueblo con encanto donde los más ancianos del lugar construyeron un palacio con una torre de cinco puntas en el que vivió un conde, una dama, once hijos, una cigüeña con el pico lila y las patas verdes, y un moral.