El pueblo de mi padre no es grande, ni especialmente bonito. Destaca porque allá, en lo alto, sobre la colina, hay varios molinos de viento. De esos que Don Quijote quiso conquistar y a los que derribar, creyendo que eran gigantes. Cerca de allí, hay un hombre bueno que cuida de un caballo, un burrito y un pony. Uno de los grandes amigos de mi prima y la persona que me abrió las puertas, no sólo a unas modestas cuadras repletas de recuerdos, sino a un día entrañable, emocionante y reconciliador. Este es el relato de lo que ocurrió. Que, además, ha sido finalista del IV Concurso de Relatos
del portal Mujeres Viajeras. Para mi prima, y para Miguel Ángel. Gracias a los dos.
“Hay que saber mucho de Gandhi, pero hay que saber
mucho más de uno mismo”. Ella sonrió, convencida de que había dado en el centro
de la diana. Tranquila, porque ya nadie, ni siquiera yo, su prima pequeña,
seguidora de vidas de místicos y gurús, iba a rebatir sus palabras a estas
alturas. Me conformé con darle la razón y seguir su consejo. Después, vino un
abrazo inmenso, de aquellos que se dan en las llegadas del aeropuerto, de
alegría, a pesar de que el viajero, igual que ha venido, algún día se irá.
“Mañana iré al pueblo. ¿Quieres algo?”, le pregunté.
“Dale un beso en los morros a mis caballos”, me dijo. “Uno muy grande. Mejor
muchos, muchos besos en los morros”. Las pocas fuerzas físicas que le quedaban
aún le permitieron imaginarse y representar aquella escena de pasión hacia sus
animales, especialmente hacia Cartago, con el que cabalgaba por las lomas de
los montes que rodeaban el pueblo. “Se los daré. Ten por seguro que se los daré”.
Volví a abrazarla, una y otra vez, hasta que el tiempo se echó encima y la voz
de mi conciencia me sugirió que era hora de dar gracias, sonreírle para siempre
y marcharme.
Existen muchos tipos de viajes, pero ninguno tan
aterrador y enriquecedor como el que se hace hacia el origen de la vida. A las
raíces familiares, de donde uno procede y a donde uno, por diferentes
circunstancias, se negó a volver. Pero la vida siempre obliga al viajero a
situarse en la sala de embarque precisa y a la hora señalada, y, en este caso,
las cabriolas del destino y el calendario hicieron que la celebración del Día
del Padre cayera en la misma fecha que el cumpleaños del mío, al que perdí
cuando yo sólo tenía diez años y él apenas había celebrado sus 42. Al pueblo, a
su pueblo, en el que dejé los primeros veranos de mi infancia, no había vuelto
desde que salí de la universidad. Fue por una cuestión de papeles de herencias
y otros asuntos legales la razón que me reunió por aquel entonces con mis tíos
y primos, con más formalidad que familiaridad, todo sea dicho. De eso ya habían
pasado veinte años. Así que interpreté la coincidencia de fechas como una buena
razón para regresar.
No sé qué iba buscando o sí. Probablemente, una
sencilla reconciliación con mi pasado y una identificación de mi presente. Lo que
estaba seguro es que más allá de lo que encontrara o sintiera, ahora tenía una
misión: llevar el mensaje de mi prima a sus caballos, a quienes ella ya no
había podido montar desde que el cáncer le invadió el cuerpo, las fuerzas y,
casi, casi, a punto estuvo también de secuestrarle el alma.
Los veranos de mi infancia olían a despensa repleta de
pimientos y garrafas de aceite de oliva. Y en el porche, al lado del tractor,
la brisa del atardecer dejaba una estela con aroma a ristras de ajos que mi
abuela guardaba a buen recaudo de los gatos y algún que otro joven ladronzuelo.
También se colaba la fragancia del frescor de la bodega, embriagadora y
misteriosa, y el terror de aquella oscuridad del pozo al que sólo tenían acceso
las avispas y el cubo de latón que manejaba única y exclusivamente mi tía.
Dentro de casa olía a tiempo detenido, a costumbres arcaicas y tinajas de barro
al sol. Afuera, las calles del pueblo se cubrían del olor denso de la
carnicería y de las gotas dulces y aromáticas del anís, el bizcocho y la canela
que sobrevolaban el tejado de la panadería, más famosa por sus magdalenas, que
por sus barras de pan.
Seguí caminando hasta la plaza del Ayuntamiento, donde
ya no estaba el puesto del Tío Mojicón, y continué hacia la iglesia de San
Miguel Arcángel donde, como era costumbre, los hombres se sentaban a un lado y
las mujeres a otro. Sólo recordaba que el altar quedaba a la izquierda del
acceso principal, una imagen que se reactivó cuando abrí la puerta de madera y
el olor a telas añejas de imágenes y santos se apoderó de mi voluntad, y me
invitó a sentarme y rezar.
Miguel Ángel apareció en la esquina de la entrada de
la Calle Mayor, tal y como habíamos quedado por teléfono. “Soy Teresa, la prima
de Concha”, me presenté y sonreí. “Encantado”, dijo, mientras me daba un
apretón de manos y su mirada pedía auxilio para superar el dolor de la
tristeza. “¿Vamos a ver a los caballos?”, preguntó. “Vamos. Sí. Tengo algo que
decirles. Además de mil besos en los morros que darles”, contesté. Miguel Ángel
me miró y sonrió, consciente de que su mejor amiga y compañera de excursiones
ecuestres siempre hacía eso en cuanto traspasaba la puerta metálica de su
pequeño mundo de libertad.
La cuadra era un terreno no muy amplio,
suficientemente confortable para un caballo, un pony y una burrita que mi prima
y Miguel Ángel habían comprado con la mera intención de darle muchos mimos. Esta
última tenía la mirada honesta y el pelaje suave. Se dejaba acariciar como si
fuera un cachorro asustado. El pony, por su parte, celoso y curioso, jugueteaba
con la manga de mi cazadora, enseñándome una dentadura más amistosa que
amenazante, orgulloso de sus dientes y
hasta me atrevería a decir que también de su aliento. Relinchaba en su lenguaje
equino que yo traducía al mío propio como carcajadas limpias y, evidentemente,
sonoras. De pronto, Miguel Ángel habló, mientras evitaba que su mirada, bañada en
lágrimas, se cruzara con la mía. “Sin embargo, él, desde que ella enfermó y
dejó de montarlo, ya no es el mismo. Está triste”. Pronunció aquellas palabras
al mismo tiempo que señalaba a Cartago, el caballo de mi prima que se hallaba
en el cobertizo de enfrente.
El viaje a mis orígenes duró sólo un día, condimentado
con aromas y recuerdos de la infancia. Repleto de luz, como el más largo de los
vuelos que cruzan océanos y acompañan al sol cuando aparece y también cuando se
va. En aquellas calles, en cuyos márgenes en otros tiempos se erigían casas
encaladas y palacios derruidos, no encontré nada tangible de mí, pero me vi
como parte de aquel lugar cuyas raíces se extienden por la memoria activa de lo
que soy.
Consolé a un hombre, sonreí
a un pony, acaricié a una burrita y organicé, junto con un caballo, el viaje
hacia la luz de una mujer que sabía algo de Gandhi y mucho más de mí. Yo ya no
la volví a ver. Una semana más tarde, ella murió, dejando en la estancia de mi
mente un recuerdo alado, como Pegaso, que me anima a realizar mi camino con fe
ciega en mi verdadero ser y en mi propia intuición. “Escribe”, me aconsejó
aquella tarde. “Escribiré, prima, aunque sólo sea por ti”, le contesté.