AUNQUE SÓLO SEA POR TI

Mota del Cuervo. Cuenca Copyright foto: Teresa Morales.
El pueblo de mi padre no es grande, ni especialmente bonito. Destaca porque allá, en lo alto, sobre la colina, hay varios molinos de viento. De esos que Don Quijote quiso conquistar y a los que derribar, creyendo que eran gigantes. Cerca de allí, hay un hombre bueno que cuida de un caballo, un burrito y un pony. Uno de los grandes amigos de mi prima y la persona que me abrió las puertas, no sólo a unas modestas cuadras repletas de recuerdos, sino a un día entrañable, emocionante y reconciliador. Este es el relato de lo que ocurrió. Que, además, ha sido finalista del IV Concurso de Relatos 
del portal Mujeres Viajeras. Para mi prima, y para Miguel Ángel. Gracias a los dos.

“Hay que saber mucho de Gandhi, pero hay que saber mucho más de uno mismo”. Ella sonrió, convencida de que había dado en el centro de la diana. Tranquila, porque ya nadie, ni siquiera yo, su prima pequeña, seguidora de vidas de místicos y gurús, iba a rebatir sus palabras a estas alturas. Me conformé con darle la razón y seguir su consejo. Después, vino un abrazo inmenso, de aquellos que se dan en las llegadas del aeropuerto, de alegría, a pesar de que el viajero, igual que ha venido, algún día se irá.
“Mañana iré al pueblo. ¿Quieres algo?”, le pregunté. “Dale un beso en los morros a mis caballos”, me dijo. “Uno muy grande. Mejor muchos, muchos besos en los morros”. Las pocas fuerzas físicas que le quedaban aún le permitieron imaginarse y representar aquella escena de pasión hacia sus animales, especialmente hacia Cartago, con el que cabalgaba por las lomas de los montes que rodeaban el pueblo. “Se los daré. Ten por seguro que se los daré”. Volví a abrazarla, una y otra vez, hasta que el tiempo se echó encima y la voz de mi conciencia me sugirió que era hora de dar gracias, sonreírle para siempre y marcharme.
Existen muchos tipos de viajes, pero ninguno tan aterrador y enriquecedor como el que se hace hacia el origen de la vida. A las raíces familiares, de donde uno procede y a donde uno, por diferentes circunstancias, se negó a volver. Pero la vida siempre obliga al viajero a situarse en la sala de embarque precisa y a la hora señalada, y, en este caso, las cabriolas del destino y el calendario hicieron que la celebración del Día del Padre cayera en la misma fecha que el cumpleaños del mío, al que perdí cuando yo sólo tenía diez años y él apenas había celebrado sus 42. Al pueblo, a su pueblo, en el que dejé los primeros veranos de mi infancia, no había vuelto desde que salí de la universidad. Fue por una cuestión de papeles de herencias y otros asuntos legales la razón que me reunió por aquel entonces con mis tíos y primos, con más formalidad que familiaridad, todo sea dicho. De eso ya habían pasado veinte años. Así que interpreté la coincidencia de fechas como una buena razón para regresar.
No sé qué iba buscando o sí. Probablemente, una sencilla reconciliación con mi pasado y una identificación de mi presente. Lo que estaba seguro es que más allá de lo que encontrara o sintiera, ahora tenía una misión: llevar el mensaje de mi prima a sus caballos, a quienes ella ya no había podido montar desde que el cáncer le invadió el cuerpo, las fuerzas y, casi, casi, a punto estuvo también de secuestrarle el alma.
Los veranos de mi infancia olían a despensa repleta de pimientos y garrafas de aceite de oliva. Y en el porche, al lado del tractor, la brisa del atardecer dejaba una estela con aroma a ristras de ajos que mi abuela guardaba a buen recaudo de los gatos y algún que otro joven ladronzuelo. También se colaba la fragancia del frescor de la bodega, embriagadora y misteriosa, y el terror de aquella oscuridad del pozo al que sólo tenían acceso las avispas y el cubo de latón que manejaba única y exclusivamente mi tía. Dentro de casa olía a tiempo detenido, a costumbres arcaicas y tinajas de barro al sol. Afuera, las calles del pueblo se cubrían del olor denso de la carnicería y de las gotas dulces y aromáticas del anís, el bizcocho y la canela que sobrevolaban el tejado de la panadería, más famosa por sus magdalenas, que por sus barras de pan. 
 Regresé al pueblo buscando aquellas sensaciones, con la emoción de la niña que bajaba las cuestas a velocidades de vértigo subida en su bicicleta bicolor. Pero a cambio, encontré la sequedad de un día caluroso, el silencio de unas calles aún sin transitar y decenas de carteles de “Se Vende” y “Se Alquila” que daban al lugar un aspecto enfermizo y desolador. Llegué hasta la vía principal donde se hallaba la casa de mi abuela y, aunque de los muros ya no quedaba la misma piedra ni la misma cal, en la esquina superior de la nueva fachada, resguardado del aire por una vitrina, permanecía en pie el mismo San Francisco que mi abuelo colocó para bendecir aquel cruce con la calle de San Sebastián. “De pequeña, el acceso a esa vitrina me daba pavor. La escalera era la misma que comunicaba con el desván al que mi abuela nunca nos dejaba subir. ¡Qué mala leche tenía!, ¡menudo carácter!”, pensé.
Seguí caminando hasta la plaza del Ayuntamiento, donde ya no estaba el puesto del Tío Mojicón, y continué hacia la iglesia de San Miguel Arcángel donde, como era costumbre, los hombres se sentaban a un lado y las mujeres a otro. Sólo recordaba que el altar quedaba a la izquierda del acceso principal, una imagen que se reactivó cuando abrí la puerta de madera y el olor a telas añejas de imágenes y santos se apoderó de mi voluntad, y me invitó a sentarme y rezar.
Miguel Ángel apareció en la esquina de la entrada de la Calle Mayor, tal y como habíamos quedado por teléfono. “Soy Teresa, la prima de Concha”, me presenté y sonreí. “Encantado”, dijo, mientras me daba un apretón de manos y su mirada pedía auxilio para superar el dolor de la tristeza. “¿Vamos a ver a los caballos?”, preguntó. “Vamos. Sí. Tengo algo que decirles. Además de mil besos en los morros que darles”, contesté. Miguel Ángel me miró y sonrió, consciente de que su mejor amiga y compañera de excursiones ecuestres siempre hacía eso en cuanto traspasaba la puerta metálica de su pequeño mundo de libertad.
La cuadra era un terreno no muy amplio, suficientemente confortable para un caballo, un pony y una burrita que mi prima y Miguel Ángel habían comprado con la mera intención de darle muchos mimos. Esta última tenía la mirada honesta y el pelaje suave. Se dejaba acariciar como si fuera un cachorro asustado. El pony, por su parte, celoso y curioso, jugueteaba con la manga de mi cazadora, enseñándome una dentadura más amistosa que amenazante, orgulloso de sus dientes  y hasta me atrevería a decir que también de su aliento. Relinchaba en su lenguaje equino que yo traducía al mío propio como carcajadas limpias y, evidentemente, sonoras. De pronto, Miguel Ángel habló, mientras evitaba que su mirada, bañada en lágrimas, se cruzara con la mía. “Sin embargo, él, desde que ella enfermó y dejó de montarlo, ya no es el mismo. Está triste”. Pronunció aquellas palabras al mismo tiempo que señalaba a Cartago, el caballo de mi prima que se hallaba en el cobertizo de enfrente.
 Cartago era un ejemplar espléndido. Blanco, con las crines grises. Me acerqué hasta él. Primero me rehuyó, pero insistí. Me quedé quieta, delante de la puerta de su pequeño establo, dirigiéndole palabras amorosas. “Cartago, ven. Tengo algo que decirte. Concha te manda un beso”. En ese momento, noté que levantó las orejas y se acercó lentamente, como un niño enfadado que ha escuchado la palabra chocolate. Con cierta desconfianza me olió y después bajó la cabeza. Mis labios se posaron en la frente de aquel bello animal y a través de su piel percibí la tristeza de una ausencia. Un vacío interior que ni siquiera el viento feroz contra su cara ni otros placeres diarios, como el contacto de los cascos sobre el rocío mañanero por las praderas, podía consolarlo. Se inclinó aún más, como si quisiera que le susurrara un secreto. “Ella está bien, Cartago. Preparada para irse. Repleta de luz. Ve, volando como Pegaso, y ayúdala a hacer este último viaje a lomos de ti”. Lo volví a besar y él se retiró hacia esa soledad previa que invade las despedidas. 
El viaje a mis orígenes duró sólo un día, condimentado con aromas y recuerdos de la infancia. Repleto de luz, como el más largo de los vuelos que cruzan océanos y acompañan al sol cuando aparece y también cuando se va. En aquellas calles, en cuyos márgenes en otros tiempos se erigían casas encaladas y palacios derruidos, no encontré nada tangible de mí, pero me vi como parte de aquel lugar cuyas raíces se extienden por la memoria activa de lo que soy.
Consolé a un hombre, sonreí a un pony, acaricié a una burrita y organicé, junto con un caballo, el viaje hacia la luz de una mujer que sabía algo de Gandhi y mucho más de mí. Yo ya no la volví a ver. Una semana más tarde, ella murió, dejando en la estancia de mi mente un recuerdo alado, como Pegaso, que me anima a realizar mi camino con fe ciega en mi verdadero ser y en mi propia intuición. “Escribe”, me aconsejó aquella tarde. “Escribiré, prima, aunque sólo sea por ti”, le contesté.