Esta podría ser nuestra sala de los jueves. Unas mesas y unas cuantas sillas en las que acomodarnos. Aunque la verdad, esta podría ser nuestra sala de los jueves básicamente por esas diez luces que, de forma delicada, iluminan mi vida desde mediados de agosto. La mayoría de ellos ya han cumplido los ochenta años. Algunos tienen algún principio de Alzheimer o de demencia. Y los diez, sin excepción, me acogen para contarme sus historias. Son mis maestros. Ellos me relatan sus vivencias y yo les escribo. A ellos, que esta mañana me han hecho reír de nuevo. Que me confiesan sus secretos. Que me dan la mano para avanzar por el pasillo del centro y me guiñan un ojo cuando, de pronto, no se acuerdan de algo. A ellos, y para ellos, esta entrada del blog. Y a quienes no les conocen, este pequeño relato. Que, espero, toque la fibra sensible de quien tiene padres, tíos o abuelos que como mis maestros, vivieron también otros tiempos, de escasez material y abundancia emocional.
El 20 de septiembre de 2012, a sólo un día de su
cumpleaños, Milagros compartía un taller literario con sus compañeros del
Centro de Día de la Cruz Roja. Aquella mañana, la monitora les sorprendió
poniendo un poquito de música, boleros y
tangos que había traído en especial atención a Felipa, quien confesó que le
encantaba bailar. De hecho, en su juventud, iba a todos los salones de baile a
los que podía, como aquel grande y frecuentado del Teatro Principal, cerca de
la Basílica de San Vicente.
En esa misma iglesia se casó Mari Cruz, para después, coger
un tren junto a Simón, el que en aquel instante se convirtió en su marido, y
embarcarse rumbo a Galicia de viaje de luna de miel. Aquel trayecto lo hicieron
en un ferrocarril, con el que cruzaron parte de los campos de Castilla hasta
llegar a los prados verdes e infinitos de las provincias gallegas, salpicadas,
algunas por el mar y casi todas por el aroma de los bosques de eucaliptus.
Quizás fuera uno de los muchos trenes que Julián conocía al dedillo pues, como
buen ferroviario, controlaba las locomotoras que iban y venían, de norte a sur
del país, y de este a oeste. Seguramente, corría el año cuarenta y tantos.
España acababa de finalizar una guerra que dejó miseria, caos y un nuevo régimen
político. En las radios sonaban las voces de cantantes y otros artistas jóvenes
que acabarían siendo míticos, como Carmen Sevilla o Juanita Reina, y en las
películas se podían ver a grandes maestros de la actuación, en blanco y negro
eso sí. Tendrían que pasar muchos más para que el color inundase las pantallas
del cine y de ese invento, el televisor, que trajo el ocio a los hogares e hizo
que algunos artistas, como Lina Morgan y Manolo Escobar, se hicieran
archifamosos.
El mismo 20 de septiembre de 2012, en el taller literario
impartido para los alumnos del Centro de Día de la Cruz Roja, Lorenza pidió de
nuevo un rotulador azul. Tal vez su color favorito, junto con el rojo y otra de
sus grandes predilecciones, sus labores de costura a las que una y otra vez
recurre porque, según confiesa es su pasión en la vida. Eso y la familia, que
constituye el grupo de personas que más ha influido positivamente en su vida.
Natalio confiesa que todo lo que sabe lo ha ido aprendiendo de la propia
existencia y de las buenas compañías que, imagino, han hecho de él un hombre
curioso y activo, participativo y con una voluntad innata para aprender y
disfrutar las mil y unas opciones que la vida ofrece. Porque hoy, también hay
sueños o pequeños deseos. Por un momento, todos nos ponemos a imaginar qué nos
gustaría hacer mañana. Yo les comento que me encantaría plantarme en uno de
esos pueblos de tierras de campos en la provincia de Palencia y peregrinar por
los senderos marcados del Camino de Santiago, en dirección hacia la plaza del
Obradoiro o tal vez, simplemente, hacia la catedral de León para admirar sus inmensas
y maravillosas vidrieras. Luisa se iría a misa, como todos los días, porque es
allí, durante la celebración de la eucaristía, donde encuentra el gozo y la
ilusión. Hilario nos sorprende a todos explicando que si por él fuera, al día
siguiente se dedicaría a coser y algunas, como Consuelo, siempre con su sentido
del humor, dice, sencillamente, que a ella le gustaría hacer bien la cama. No
sé si por vivir esa sensación estupenda de verlo todo impecable antes de
meterse entre las sábanas o si porque, habitualmente, a la cama no le dedica
mucha atención. Ejemplo de superación y de constancia, Consuelo lo aprendió
todo de ella misma. Bueno, todo, todo, imagino que no. De alguien aprendería
algunos de los refranes que ahora repite con soltura y destreza como este que
entona en alto: “Quien bien te quiere, te hará llorar y el que no, reír y
cantar”. ¡Ay, el amor! Ese misterio del que no sabemos nada cuando creemos que
lo sabemos todo. Me atrevo a hacerles una pregunta: ¿Qué es el amor? Todos se
inquietan, como si hubiera dado justo en el centro de la diana de la mayor de
las incógnitas. Hilario lo tiene claro, “el amor es el amor.” Contesta. Me
sorprende y, sobre todo, me conquista porque me ha enseñado que hay palabras
que no tienen explicación y sentimientos que, ni siquiera con las palabras, se
pueden definir. Aún así, nos metemos en el ejercicio de conseguir al menos algo
que lo identifique. Es cuidar, dice uno; es alegría, dice otra; es
compañerismo, comenta el de más allá; es perdonar, explica Consuelo; y olvidar.
Es cariño, apuntan unos; y alguna hasta confiesa sin pudor que no lo sabe.
El amor es el amor, como dice Hilario, el que nos une y nos
hace colaborar y estar pendientes unos de otros por el mero hecho de cuidarnos
y crear momentos de magia y emoción. También es la palabra favorita de Paco o
al menos una de las más bonitas del diccionario para él. Hombre sencillo y
sospecho que honesto, para quien las cosas deben ser como ese dicho que él
escribe con letra clara y en color amarillo: “Al pan, pan, y al vino, vino”.
Mari Cruz, sin embargo, es más de resignarse y cuando ve que una situación no
da para más, ella se acomoda en su silla y entona ese “No se le puede pedir
peras al olmo” que todos conocemos. Su pañuelo de seda con dibujos de los
Campos Elíseos de Paris deja entrever una mujer elegante a la que no le gustan
las estridencias, a veces cansada cuando tiene que tirar de su propio cuerpo, que
poco a poco obedece y mejora, y siempre sensible cuando habla de sus hijos y
sus nietos.
Aquel 20 de septiembre de 2012, mientras ellos, mis
maestros de historias y recuerdos, hablaban e intercambiaban sensaciones
personales con las que poco a poco nos íbamos conociendo, la música seguía
sonando de fondo. Carlos Gardel cantaba “El Día Que Me Quieras” y algunas, como
Felipa, canturreaban al compás… "Como ríe
la vida si tus ojos negros me quieren mirar…" El sol entraba por la ventana
de la sala y una ligera brisa levantaba con delicadeza la cortina. Sobre la
mesa, varios folios, cada uno escrito en un color, convirtiendo aquella
superficie de madera en un arcoíris con el que expresábamos nuestras vivencias
y emociones. De forma amena y ligera, aquellos tangos y boleros nos transportaron
a todos a ese Teatro Principal, al que regresamos imaginariamente por un
instante para danzar al ritmo de un día cualquiera de septiembre sin más
preocupación que la de ser felices y charlar. ¡Qué más se puede pedir!
Teresa
Morales G.
Voluntaria en el Centro de Día de La
Cruz Roja. Ávila.
Taller literario para mayores.
27 de septiembre de 2012