FLORES PARA MIS MAESTROS


Santuario de la Virgen de La Antigua. Orduña. Copyright: T. Morales

A las ocho y media de la tarde, Alberto, el más pequeño de tres hermanos, cruzaba el parque que comunicaba el centro con la parte sur de la ciudad. Lo hacía a diario, todos los días del año, salvo algún que otro fin de semana que aprovechaba para irse de escapada con su mujer. Si no, ya fuera para comprar el pan o para desplazarse hasta su trabajo, nadie le libraba de cruzar aquel parque en el que plantaron especies de árboles que procedían de países muy lejanos. Los jardines eran realmente bonitos y daba gusto colarse entre las hileras de arbustos o incluso tumbarse sobre el césped recién cortado. Los bancos de madera que decoraban las calles de aquel reciento natural siempre estaban muy concurridos, especialmente en las tardes de primavera y las noches de verano. Era en esas fechas cuando los vecinos más ancianos del barrio se reunían para tomar un poco el aire, desconectar de la soledad de las casas, y ponerse al día en cuanto a los chismes de los “fulanos” y los “menganos”. Alberto conocía casi todas esas caras octogenarias y hasta nonagenarias a fuerza de verlas todos los años. Sus padres habían vivido en aquella zona desde que él tenía un año, y ahora, con casi 48, era todo un veterano del lugar. Había visto  aquellas caras que le doblaban la edad en numerosas ocasiones: la del tendero, la de la señora de la tintorería, la de la frutera, la de la beata que siempre estaba en la parroquia, la del señor panadero y la de la mujer del relojero a cuya casa iba siempre por encargo de su abuela cuando el cuco se atascaba.
En más de una ocasión, Alberto se paraba a hablar con ellos. Les preguntaba cosas, les contaba otras y en alguna ocasión, hasta les proponía juegos. “Decidme cada uno una palabra, y yo os escribiré un relato”. Y así, cada uno de los vecinos mayores fueron proponiendo cosas: desayuno, dijo uno; amiga, dijo otra; mermelada, comentó el marinero; reloj, gritó la mujer del relojero; mil, nombró su vecino el del quinto… Así, sucesivamente, salió una lista de 14 palabras entre las que también se encontraba: vivir, saber estar, las once, las doce, no he regado los tiestos, fútbol, fruta, san Juan y perro. “Os haré un cuento con todo ello”, les dijo Alberto. “El más bonito del mundo”, añadió.
En poco más de una semana, su imaginación consiguió hilar aquellas expresiones y términos para dar forma a un relato que comenzaba así:
“A las ONCE de la mañana, la monitora del taller de relatos en el Centro de la Cruz Roja aún estaba charlando con quienes ella consideraba sus maestros. Maestros de historias y recuerdos, explicaba ella, orgullosa de que aquellos ancianos tenían vivencias realmente asombrosas y una capacidad extraordinaria para contar chascarrillos y anécdotas de todo tipo. A pesar de que a veces la memoria les traicionaba llevándoles a dimensiones desconocidas, en un mundo donde nada importaba demasiado, y todo parecía poco. La clase duraba hasta casi las DOCE, momento en el que hacían una pequeña parada en sus tareas ocupacionales para tomar un DESAYUNO de media mañana. Un café con leche que algunos días, como por arte de magia, se acompañaba con un trocito de bizcocho, o unas pastas que alguien traía amablemente. Casi siempre coincidiendo con algún santo, cumpleaños o cuando a la propia monitora le entraba el capricho de festejar un instante diferente. Eso sí, aquel desayuno no era como el que hacían en sus casas, no había ni mantequilla, ni MERMELADA. Simplemente ese café con leche que sabía a gloria bendita. Y que hasta el mismísimo SAN JUAN, si él hubiera querido y lo hubiera probado, hubiera escrito alguna poesía en honor a ese tentempié, como aquellas sublimes que escribió para referirse al Altísimo. Bueno, una o MIL porque el místico tenía carrete para largo.
Las charlas entre la joven y los maestros empezaban siempre con algún tema que a ella se le ocurría. Algunas veces eran los juegos de la infancia, juegos que a estas alturas ya casi nadie usaba y, peor aún, que muchos niños ni conocían, como la rana, las cucañas, la peonza, y las tabas. O si no, les preguntaba sobre castillos, como aquel de la Mota que hay en Medina del Campo y donde, según le contaban, había vivido la reina Isabel la Católica y hasta la hija de Franco muchos siglos después. También, de pronto, le ocurría que comenzaba la jornada sin saber muy bien qué decir, miraba el RELOJ, luego observaba el rostro de cada uno y comenzaba a preguntarles si estaban bien o sólo regulín. Porque ella ya sabía por el semblante de muchos que la semana, tal vez por los fríos o por los calores, no había sido para tirar cohetes. La señora de las gafas refunfuñaba un poco, y su AMIGA le echaba un cable y hasta una sonrisa para animarla. Podían hacer bromas de cualquier cosa y al final, incluso el detalle más nimio, como el hecho de que  alguna confesara que esa mañana NO HABÍA REGADO LOS TIESTOS, daba coba para limpiar el ambiente y alegrar un poco la atmósfera.
La monitora sabía que la vida no es un camino de pétalos de rosas. Ni para ella, ni para sus maestros que ya habían pasado por una guerra, por años de pobreza, por décadas de dictadura, por el cambio vertiginoso de una sociedad que pasó de la escasez a la abundancia, y por una vida de sacrificios y esfuerzos hasta llegar a una estación, la de la Tercera Edad, como algunos la llamaban, donde a veces la espera se hace más larga de lo que les gustaría. Entonces, tal y como Dios le da a entender, la joven les invita a recordar las cosas que realmente les hacían felices, como el FÚTBOL para unos, o el teatro para otros. Como el baile, para las más dicharacheras, o la costura para las más caseras. Y salen a relucir las pasiones, los hobbies, las aficiones y esos dones que Dios otorgó a cada uno.
La vida, a veces, sí, es una tarea para la que se requiere paciencia y tesón. Pero VIVIR, el hecho de vivir, siempre acaba resultando grato y reconfortante. Tal vez la sonrisa de los nietos, decían unos; o la alegría de ver criados y bien colocados a los hijos, decían otros. Esas eran las recompensas y el valor por el que no cambiarían nada de todo lo que habían vivido.
La “profe” sabía que muchos de ellos, después de finalizar la jornada en el Centro, salían a dar un paseo y se reunían con sus amigos del barrio en unos bancos de madera de cualquier parque de cualquier ciudad, al abrigo de esa fragancia de la lavanda en verano, y de las flores que salpican de blancos, rojos y violetas los balcones de las viviendas vecinas. En un parque por el que los niños corren, o meriendan algo de FRUTA, donde más de un PERRO prueba eso que llaman felicidad, y donde las abuelas aconsejan a las nietas cuáles son los mejores modales para SABER ESTAR y triunfar en cualquier ocasión.
Se los imaginaba allí, tranquilos y arropados, en sus costumbres y con sus gentes. Escuchando el trinar de los pájaros y el fluir alocado del tráfico. Sonriendo, reflexionando y hasta filosofando con los amigos, mientras sus minutos, como los míos y los de todos, se deslizan por el pasar de una existencia que a veces deja historias tan bonitas como las de quienes inspiraron este cuento.”