LA VIDA ENTRE SOPORTALES


Flor. Copyright foto: Teresa Morales
La flor se desperezó y se abrió. Lo hizo poco a poco, a un ritmo que permitía activar la sorpresa y la admiración a partes iguales. A veces ocurre. La vida, entre soportales, muestra caras tan contradictorias como complementarias y, de pronto, los esquemas se derrumban y todo, o casi, cobra un sentido más noble y "absoluto" que aquel que las ideas mundanas y limitadas nos invitan a perfilar. A veces ocurre, digo. Como aquel día de marzo, cuando la primavera incipiente quería despuntar, con más vértigo que confianza, en algunas zonas de una ciudad italiana de fachadas rojas y avenidas porticadas. Para quien aún no haya visitado Bologna diré que tiene gracia que cerca de la via di San Felice, bonito o al menos esperanzador nombre, discurre una de las calles más populares de la ciudad, escenario de prostitución, de personas excluidas, de clases marginadas, de juicios y prejuicios que hicieron de lo miserable y lo etílico el sello de la casa de lo que algunos consideran que es il cuore della città. En via del Pratello, sí, es ahí exactamente, los soportales resguardan, casi más que en otro punto de la urbe, el lado más humano de lo sombrío. No sorprende la aparente suciedad externa de los edificios, ya acostumbrados a los carteles, posters, anuncios, graffittis... No, no sorprende tampoco los olores, ni esa sinfonía de risas y murmullos ajenos que se mezclan con pisadas que, a priori, dan lugar a confusión y desconfianza. No. No sorprende lo evidente, lo que se espera y uno, antes de pasearla, ya se ha imaginado. Propio, repito, de zonas en las que sabemos que el vicio y la nocturnidad eclipsan las bondades de los días claros de sol. Sorprenden, sin embargo, los otros valores. Esos que creemos, erróneamente, que no encajan: bondad, camaradería, generosidad, bienestar y, si me apuran, el más alto de todos ellos, la felicidad. 
En via del Pratello conocí a un chico que iba en silla de ruedas. Guapo, atractivo, noctámbulo, seductor. Lo conocí a él y atisbé parte de su corazón. Mirada resignada a ver la vida desde una altura y a una velocidad diferentes de las del resto y, sin embargo, parecía estar más entregado a la amabilidad alegre que a la depresión. También descubrí los sueños de La Contessa. "Eh, tu!" grita. Mi acompañante se gira. Le sonríe. Se acerca. Le habla. Dialogan. Me admira.
La Contessa nació en el sur. Vivía en un castillo. Un inmenso castillo. Con torres y salones con chimenea. Un castillo de nobles. Luego, aquello se esfumó. No sé. Tal vez fuera así. Tal vez solo una historia real de las mil que desfilan entre los aromas trasnochados de cigarros y alcohol. O una fantasía. Pero ella la cuenta. Con su boca desdentada por la adicción, sus labios rojo carmín, moviendo los brazos, gesticulando. La mirada perdida. Guerrera y vigilante. Observa. Observa incluso a sus espaldas. Y grita. Grita y tienta. Reta. A los hombres. Les reta. No les gusta. Es evidente. La Contessa habrá pasado por incontables camas o tal vez, solo por soportales y rincones de callejones. Ojos grandes, boca enorme. Y brazos largos que se mueven como aspas o como lanzas de hidalgo en defensa de su propio honor. Las pestañas bañadas en rímel. Pronunciadas. Exageradas. Y ella grita. Una y otra vez.
Se acercó. Observé. Bajé la mirada hacia la taza del café. Volví a sumergirme en aquel aroma. Leí las letras de vinilo escritas sobre las paredes del bar. Y después, cogí una silla y me senté. Me pregunté "¿Qué hago aquí?", pero todo aconteció más rápido que la elaboración de una respuesta que no llegó. En no sé cuántas decenas de segundos estaba frente a frente de una Contessa que miraba y escuchaba el eco de su voz. Ella narraba. "Ho vissuto a Roma. De Porta Pía". Entonces me sentí afín. Había un algo que nos unía, y no era el rímel ni el rojo carmín. Ni la tristeza ni los bamboleos desafortunados de la vida. Allí estaba el escenario de la Ciudad Eterna cobijando en tiempos diferentes a las dos. La Contessa habló y me contó. Quién era, qué hacía, cómo llegó hasta un aquí, a esa calle de cierto desarraigo, vicio y degeneración. A esas historias a veces miserables de los soportales de via del Pratello donde cualquiera puede descubrir que detrás del lado sombrío de lo humano también hay destellos, preciosos, de luz. 
A veces ocurre. Los esquemas se derrumban y todo, o casi, cobra un sentido más real y "absoluto" que aquel que las ideas mundanas nos invitan a perfilar.