LAS ESTANCIAS DORMIDAS DE ALAYA


Río Águeda. Ciudad Rodrigo. Copyright foto: Teresa Morales
Antes de que Dios fuera Dios, y los peñascos, peñascos... las aguas del Águeda regaban la comarca de Ciudad Rodrigo, dejando a su paso un reguero de vida durante el día, y de magia durante esas noches en las que las estrellas presionan el centro energético del alma con la intensidad de tantas y tan variadas luces. Fluía el río, sin frenos ni grandes obstáculos, en un continuo ir hacia ese mundo relajado y fascinante de las sensaciones y la belleza. Le acompañaban los álamos que, una vez, en un alarde inconsciente de plena confianza, sentenciaron: "Te deslizarás a nuestro paso, y nosotros, aprenderemos a vivir a tu ritmo". Acordaron un pacto y ahora, a cierta hora del día, cuando el sol es solo una ligera sombra de sí mismo, las delicadas cascadas que se arremolinan en las pesqueras interpretan una melodía espiritual, absolutamente sintonizada con el baile que las hojas de los chopos ensayan una y otra vez, para alboroto y alegría de los mirlos y los petirrojos. 
Tuvo también el Águeda que convencer al cormorán grande para que anidara en sus riberas y, de este modo, dibujara en el cielo una estela de elegancia. "Majestuosidad", reclamó el cormorán para sí mismo cuando se refería a ese don que el universo le concedió de alzar el vuelo en medio de un cauce fluvial donde incluso las nutrias apostaron por refugiarse. Conscientes ellas de que tal vez, solo tal vez, aquel fuera el paraíso más cercano.
Bebían los caballos de sus aguas, y el ganado de quienes en el frío invierno y en el tórrido verano abrían senderos entre veredas que alternaban los frutales con la lavanda. Dependía del punto exacto del camino, y de la humedad que el Águeda dejaba bajo tierra, para que la naturaleza adquiriera una imagen más primaveral o más árida.  Y sobre todo, para que desprendiera de las raíces de los arbustos y los fresnos exquisitas fragancias que suavizaban el cansancio del peregrino.
Después, todo siguió. Se levantaron puentes, iglesias, palacios y murallas. Se trazaron vías y se instalaron campanas allá donde solo las cigüeñas podían reposar sin desequilibrarse. Los álamos construyeron una autovía de fortaleza y frescor a orillas del cauce, por la que los viajeros avanzan, incluso hoy, hacia ese monasterio de la Caridad que no deja indiferente a nadie, ni siquiera a Aretha Franklin quien, para  asombro de sus fans, interrumpió su gran canción para rendirse ante un silencio tan seductor como escalofriante. 
Entre la oscuridad del cielo y el fluir de la historia, en esos momentos nocturnos impetuosos e irrepetibles, a veces se cuela una brisa que propulsa el navegar de los recuerdos y la memoria. De aquellos tiempos en los que Dios aún no era Dios, ni los peñascos, peñascos... y que ahora, sorprendentemente, juegan a renacer y reencontrarse.