EL DULCE ENCANTO DE AVEIRO

Aveiro. Portugal. Copyright foto: Teresa Morales 
Dicen que Aveiro huele a sal y a mar. También a sonrisas y a plenitud A paseos en calma y a serenidad. A peces y a legumes. A caña de cerveza bien tirada. A bambú, incluso. Y a dulces. 
Temprano, al amanecer, algunas calles, como la Rua José Estevao, se impregnan del aroma a café. Esta estimulante y deliciosa fragancia llega a trepar por los balcones de miradores blancos y cortinas de tul para colarse en lo más íntimo de esas casas señoriales y alicatadas que ahora dan paz y son posada de sueños envueltos en sábanas blancas de algodón (portugués, por supuesto). Por la Praça 14 de Julho, a esa hora aún malva en la que solo se escucha alguna gaviota y el feliz desliz de la respiración, se cuelan también el tono y la cadencia de una voz femenina que despierta la vida a ritmo de fado. Sobrecogida e impactada, abro los ojos con gratitud.
El canal central acoge constantemente esas naves conocidas como moliçeiros, y el agua, al sol, dibuja con trazo zigzagueante los reflejos de los colores vivos y alegres que decoran las carcasas de estas barcas que pasean turistas durante el día, y danzan con la luna por la noche, durante tantas y tantas madrugadas, cuando nadie les ve y solo la pasión entregada y sin lindes les permite unirse, ser y estar, en un juego marítimo de fusión entre lo divino y lo terrenal.
El océano dista a unos kilómetros de allí (a nueve, creo), desparramándose por las orillas longitudinales de las playas de Costa Nova y de Barra, en la que, en 1893, alguien estimó que se debía colocar un faro que, a día de hoy, es el más alto de Portugal. 
El faro, dicen, tiene la particularidad de emitir dos luces. Una blanca, en grupos de cuatro destellos espaciados regularmente en un ciclo de 13 segundos que los barcos pueden alcanzar a ver por la noche, incluso a 23 millas náuticas de distancia. Y una segunda luz, verde, cada 5 segundos, más corta, pero intensa.
Entre sardinas y ovos moles alguien me contó que antes, mucho tiempo atrás, Aveiro tenía cientos de salinas, pero ahora, las que sobreviven, no llegan a la docena. También me contaron que esos moliçeiros, antiguamente, se dedicaban a la carga y el transporte del moliço, un alga marina utilizada para fertilizar los campos de cultivo. ¿Dónde está hoy? No lo sé.
Me hablaron de familias burguesas y de casas de colores. Quise creer que también, de alguna manera, me llegaban relatos de marineros y viajantes que arribaban hasta esta pequeña y alegre localidad en busca de no sé muy bien qué. Atraídos tal vez por los maravillosos recuerdos vívidos que aterciopelaban por fortuna la memoria, a veces herida, de una hermosa mujer convertida en su amor. Recuerdos que los ángeles esparcían constantemente por el aire como delicada sonata interpretada por un piano y un violín, para el deleite, esta vez, de dos; o quizás atracaban en el puerto llamados por la curiosidad de saber mucho más acerca de esas leyendas de pescadores que yacen, casi olvidadas, sobre las estanterías de las casas pintorescas del viejo barrio de Beira Mar. Puede que el magnetismo también nazca del embrujo romántico de los varios puentes sobre rías que van y vienen, meciéndose simbólicamente con la corriente de un mar que está por llegar; o que sea ese halo de misterio que se asoma al espectador tras la puerta semiabierta de un portal en la rotonda de Largo do Rossio donde una mujer observa la vida, siempre al revés: todo lo que ocurre fuera sin necesidad de salir.
Cerca, relativamente cerca del canal de Sao Roque, una pequeña iglesia blanca santifica la ciudad, y un personaje, de nombre Gonçalinho, se convierte en cómplice simpático y discreto. Me paro, le observo, le fotografío. Le cedo, por un instante, lo que más quiero. Se convierte en su apoyo, en recurso, en amigo, y de pronto, sin exigir y en un gesto de bendición, se aproxima y nos susurra al oído una pregunta envuelta en afirmación: ¿Sabíais que Aveiro huele a sal y a mar? Sí, le contestamos. Y también a sonrisas. Y a plenitud. Y a paseos en calma... Y a una dulce y muy, muy íntima serenidad.