MORIR AL ALBA PARA BIEN RENACER

Monasterio de S. José. Las Batuecas. Copyright foto: Teresa Morales 
En el segundo exacto en el que la prima falleció, el móvil que se hallaba colgado sobre su cama comenzó a girar a velocidades de dos por mil. Todas las cuentas de cristal, cada una de un color, proyectaban sobre las paredes de la estancia un arcoiris de varias caras, hasta el punto de que el violeta era una gama infinita de azules, malvas y añil; y los rosas, por su parte, trazaban tonalidades desbordantes de un pastel que ascendía al fucsia o incluso, cuando el sol penetraba con fuerza a través del cristal de la ventana, como era el caso, alcanzaba el púrpura o el rojo intenso.
Las flores amarillas que reposaban en agua, en un vaso de cristal sobre la mesilla de una madera recia y noble, creo que podría ser de nogal, se hincharon de vida. Las hadas, colgadas sobre los salientes de algún rincón de la habitación, batieron amistosamente sus alas de fino tul. Y en el jardín vecino, en el que ella pasaba largas tardes y esperanzadoras mañanas, los narcisos, ya brotados y expandidos con su estrellada flor, iluminaron milagrosamente el resto de sus congéneres. Las rosas blancas se abrieron; las petunias salpicaron de picardía el terreno de la entrada; las margaritas silvestres brotaron por doquier; las gerberas, que nunca se habían plantado, aparecieron entre los geráneos. En una esquina, creo que atisbé a ver un clavel. Llegaba el olor de los liliums, en un rotundo esplendor natural, sin floreros ni invernaderos. Nacieron, de pronto, pequeñas maravillas de la naturaleza que parecían congregarse para acompañar a quien, con su presencia, siempre les había aportado luminosidad: el agapanto, el alisum, el arábide, y cómo no, esa radiante flor que surge en racimos rosas de las ramas del árbol del amor. Todas, absolutamente todas las flores, se abrían en ese preciso instante en el que el cuerpo se queda inmóvil y reposa, y el alma despierta a una nueva vida, huyendo de esta existencia, galopando al aire en ese gesto que mi abuela expresaría como un sencillo y poético: echar a volar. 
Según la tradición budista este fenómeno en el que sin estar seguimos estando dura  49 días. Luego... bueno, luego cada uno verá. Hay quien se reencarna otra vez en humano, o quien, dando marcha atrás, acaba siendo mamífero o reptil, todo depende del karma. Puede que, en un gesto etéreo y delicado, podamos ser pétalo de jazmín, corriente de agua, arroyo en el bosque, ola de sal, hoja de eucalipto o tronco inmenso de tejo milenario. O que, en un golpe de lírica postmortem, regresemos para ser un río sonoroso o el silbo de los aires amorosos, como bien describió San Juan de la Cruz; o que seamos plegaria al viento, abrazo de pasión, caricia bañada en ternura, sonrisa con bondad, mirada de felino curioso, estela en el cielo, constelación de dos, universo sin fin, bosque de hayas, absoluto silencio, ramo de helechos, tormenta o calma, desierto o mar, o... quién sabe, incluso, si el alma es limpia podría llegar a ser la esencia misma, pura e indresciptible, del verdadero amor. Compasión y vacuidad.
Probabilidades existenciales que me trasladan hasta la experiencia de un momento mágico, al arrullo de los mirlos, caminando sobre un suelo literalmente enraizado, en un paraje que existe, pero que no voy a nombrar, donde las palabras de Dostoievski atravesaron, inesperadamente, mi corazón: "Amad todo lo que Dios ha creado, la totalidad y el más pequeño grano de arena. Amad cada hoja, cada rayo de luz divina. Amad los animales, amad las plantas. Amadlo todo. Si lo amáis todo, os daréis cuenta del misterio divino en todas las cosas. Cuando os hayáis dado cuenta, cada día empezaréis a entenderlo mejor. Y finalmente llegaréis a amar a todo el mundo con un amor que lo abarca todo".
En el segundo exacto en el que ella se fue, la vida se tiñó de luz.