SE FUE, SIN AVISAR

Ciudad Rodrigo. Salamanca. Copyright foto: Teresa Morales 
El poeta se fue sin avisar. No sé si lo hizo al alba o al atardecer que, por lo que sé, era una de sus horas favoritas. Días, semanas, un mes después, me mandó un mensaje en forma de cappuccino y croissant. Alguien, entonces, me preguntó por él y le llamé, pero no contestó. Y así se quedó. Volvieron a pasar los amaneceres y una tarde, a punto de regresar a mi hogar, apareció, esta vez, envuelto en pensamiento esperanzador. Y los evoqué, a él y a esa pequeña casa en un pequeño pueblo de Navarra que le concedió el honor de acogerlo, cuidarlo y susurrarle los versos nuevos del viento de otoño que él, seguramente, plasmaría sobre un papel. Pero para entonces, el poeta ya se había ido. Lo descubrí cuando le volví a llamar y, otra vez, no contestó. No había más opciones que la que el pálpito del buen amar cinceló fulminantemente sobre mi corazón: se fue, sin avisar. Solo volvería a verlo entre esa nebulosa de pensamientos que rodea nuestro vivir. Lo veo, sentado sobre las escaleras de los agustinos, en Roma; y sobre la terraza de ese bar que nos brindaba una de las mejores perspectivas de la Piazza Navona. Le observo, con su lento y esforzado caminar, apoyado sobre el bastón de empuñadura de plata, perro fiel. 
No me queda más remedio que aligerar mi expresión cuando al final, sosegado ya el enfado por el hecho de que se haya ido así, acepto uno de sus guiños y sonrisas socarronas, como si me dijera que ahora, allá, no sé dónde ni en qué nivel, desfila, duerme, sueña y explora el mundo desde una perspectiva recubierta de filigranas de exquisita libertad. ¡Y qué le voy a hacer! Salvo aceptar. Pero francamente, poeta, te lo diré una vez y de muy buen rollo: eres bobo. Mira que haberte ido así, sin avisar.