UN OTOÑO PARA RESPIRAR A TOPE

Hoces del río Riaza. Segovia. Copyright foto: Teresa Morales 
El río Riaza nace en la fuente del Cancho, ubicada en uno de los bosques de hayas donde, seguramente, anidan seres superiores que velan por nuestra estabilidad emocional y nuestros sueños. Lo hacen en silencio, por supuesto, para que nada interfiera en sus nobles pensamientos ni en sus luminosas plegarias hacia nuestra felicidad. Porque, ya se sabe... En cuanto escuchamos una palabra o atendemos a un mensaje, nuestra mente se activa con intensidad y se pone a hilar falsas realidades que nos atormentan, nos debilitan o nos llevan por veredas con trampas o abismos a los que, sin querer, en algún momento, nos asomamos dejándonos caer. Pero bueno, esa es otra historia. Y la de hoy va de otra cosa. Va sobre apostar por sumergirnos en el sanador silencio de un grupo de hayas que abrazan y abren puertas de sabiduría y valor personal.
Pues bien, cuentan que desde el hayedo de La Pedrosa, en los entresijos arbóreos del segoviano puerto de La Quesera, los 114 kilómetros del modesto Riaza comienzan a deslizarse hasta tierras burgalesas para llegar a fundirse con ese otro gran río que me acompaña  emocionalmente desde hace meses: el Duero. Pasa mansamente por llanos, se ensancha en algún embalse y se crece henchido de  orgullo cuando riega la ribera de cañones, dorados en otoño y verdes en verano, como el que nace o muere, depende de cómo se mire, en Montejo de la Vega de la Serrezuela.
En una mañana medianamente clara, de sol intrépido entre un ejército de nubes domesticables, más de seiscientos buitres planeaban sobre las cabezas de un grupo de peregrinos con alma de buscadores. No eran más de diez, ni menos de seis. El primero abría camino, aleccionando sobre las propiedades del espliego, el tomillo y el alcanfor; describiendo el porqué del vuelo de aquellas majestuosas aves a las que su inmensa y desproporcionada belleza las protegía incluso de la negativa connotación de su perfil carroñero y, en ocasiones, también depredador. De cerca le seguía una dama que transportaba la delicada intención de acompañar y respaldar; botiquín de afecto, discreción y naturalidad en mano, pues su función, allá donde se encontraran, juntos o separados, era la de curar.
A solo unos metros se dejaban notar los pasos de un discípulo de maestro al que le gustaba decir que era un simple canal. Peinaba los cabellos, de su aún todavía joven físico cincuentón, al compás de una brisa intermitente de cierta jovialidad, mientras su ser se fundía en las palabras que los guías le susurraban, explicando así, sin altivez, cómo pasa uno del miniyo al yo superior. Recibía su mensaje, con la mente y el corazón receptivos por la curiosidad, una princesa de cierta quietud innata a quien el universo le había concedido el don de enraizarse al mundo a través de una aceptación tan celestial como urbana. Capaz de saborear los placeres y la dicha entre la mundanal sinfonía de una rutina pucelana que se presenta redonda, sin más, tal cual es, sin necesidad de grandes filigranas ni de forzar.
Siguiendo la estela de ellos dos caminaba (o levitaba, dependía de su estado mental y del humor) una mensajera de mirada cristalina a quien algunos apreciaban por su serenidad, otros por su amor, y algunos, quienes más la conocían, por su extraña habilidad de vivir sobre un manto de cierta liviandad existencial. Observaba la forma de los robles, las parlanchinas ramas de los enebros, la caprichosa atracción de esas flores que el guía definió como cuacharas de pastor... Escuchaba el cántico de los escribanos, la sigilosa presencia de las culebras ocultas, los discursos de las ninfas, los peces que celebraban el otoño sumergidos en las aguas del Riaza, y el movimiento de las túnicas de esos seres que protegían aquel precioso escenario desde una venerable  presencia áurea que, creo, nadie más vio. Iba ella, respirando a cada golpe de luz, recordando el poder del hara del que tantas y tantas veces había hablado a la persona que quedaba solo un par de metros detrás. Se trataba de una guerrera cansada; poderosa, pero agotada. Había sido niña herida; y después se erigió en adulta inteligente; sensible, amorosa y superviviente. Desde hacía un tiempo había entrado en una espiral extraña. De no saber ni qué ni quién era su yo. Todo ocurrió cuando un día la vida le propuso un juego de aspecto amargo, pero de sabor final dulce sin empalagar. "Te lo quitaré casi todo –le dijo la vida–, menos todo lo que ya eres per se. Creerás estar en un pozo de amargura y antes, mucho antes de que pienses y agonices con la idea de que no vas a salir, verás la luz. Descubrirás la energía que hay en ti, el amor que te modela y el que consigues transmitir. Conocerás a un grupo de buscadores, no más de diez, ni menos de seis, y entre ellos, te impregnarás de su vitalidad y el coraje que puso cada uno en su propia evolución. Querrás, entonces, no solo andar ligera, con la nueva fe en la divinidad que hay en tu interior, sino correr y hasta echar a volar. Y entenderás un principio inevitable: que para renacer, primero hay que morir. Pero no será un fin, ni un parón. No, no lo es. Jamás. Solo un punto de inflexión en tu existencia humana donde la sombra se transforma en luz. Donde la mente deja de hacer y se convierte en absoluta inspiración".
Las palabras de la vida eran balsámicas y resplandecientes, pero por si acaso, a su lado, como ángel guardián improvisado, desfilaba sin ninguna seriedad un hombre con misión de alentar, ayudar, divertir, escuchar, enseñar y amar. Este había aprendido sublimes y pragmáticas lecciones de los iluminados que habían tenido la oportunidad de conversar con Dios, y de quienes conocían que en este trayecto que llamamos vida hay una  noble verdad que debemos recordar: no personalizar lo que viene del exterior. A él le ayudó. ¿Por qué no habría de surtir el mismo efecto con los demás? Con esa certeza y esperanza que ponía en casi todo escuchaba el desasosiego de la guerrera agotada, y aún así, sin rendirse ni ceder, le describía, generosamente, un mundo en el que sí había felicidad.
La energía de aquel simpático grupo parecía ir discurriendo en armonía y placidez por las hoces que el Riaza regaba en un día de cielo medianamente claro, de nubes que parecían decir ahora sí, ahora no. Solo faltaba una persona para poner el punto final. Se había quedado atrás. La alquimista se entretenía durante la excursión analizando la frescura de los escaramujos y, aunque estuviera allá, guardando las espaldas de aquellos curiosos peregrinos, enviaba por el aire señales de amor (e incluso de deseo carnal) a ese todavía cincuentón que, a pesar de ser un maestro, se hacía llamar simplemente canal. Olfateaba las hierbas, recolectaba las plantas, atendía a la belleza del lugar son sencilla humildad. Y puede que, sin que los demás se dieran cuenta, a la manera de Pulgarcito, soltara migas de pensamientos positivos para que, si alguno acababa perdiéndose, pudiera y supiera regresar al hogar. A ese lugar donde la sabiduría y el valor personal se aposentan con firmeza y nos abren las puertas de par en par. Donde el vivir se vuelve fácil y el tiempo, ese que no existe, se transforma en un océano infinito y constante de plenitud.