Oporto. Copyright foto: Teresa Morales
En mi corta e intensa trayectoria alrededor del mundo descubrí que hay ciudades con alma de mujer; y otras, con espíritu varonil. Sin embargo, hasta el momento, no había conocido ninguna que fuera al mismo tiempo un ella y un él.
Regresé de Oporto un día en el que el sol iluminaba ferozmente cada uno de los tornillos que el ingeniero Seyrig mandó colocar a lo largo y ancho de la estructura del puente de San Luiz. En las terrazas, a lo largo del paseo de la Ribeira, se arremolinaban los extranjeros, mapa, cámara y cerveza en mano. Las gaviotas decoraban discretamente el entorno de ese majestuoso río tan castellano como portugués. Sobrevolaban el Duero, mansamente. O reposaban en sus aguas. Con discreción. Un río que, durante años, había escuchado los secretos y los sueños de una dama que sentada, enfrente de él, clamaba al viento y confesaba sobre un papel ser plenamente feliz.
Reconozco que me equivoqué intentando encontrar la esencia de Oporto a la primera. Fue después, ya en tierras castellanas, cuando descubrí que detrás de los rincones azulejeados de las calles y cuestas de esa ciudad no habitaba una sola persona, a quien ponerle la voz ni con quien flirtear en mi imaginación, sino, más bien, una pareja de amantes. Oporto se me presentó así. Como un apuesto galán, de bajos fondos y alta seducción, y una mujer sensual a la que, tal vez, los vecinos de su barrio conocían por el peculiar encanto de moverse por la vida sin demasiado control. Enamorada de un fluir existencial sin normas ni barreras, aunque, de alguna u otra manera, esa aparente anarquía no le impedía ser fiel a los suyos ni, tampoco, hacer alarde de un exagerado y semioculto sentido de la lealtad. Ahora los evoco, a los dos, como la representación humana del alma de Oporto. Puedo imaginármelos bailando tangos importados en algún local de entrada estrecha y poca luz; o envueltos en una nube de humo, mientras ella canta un fado y él le acaricia el pecho con la mirada, una y otra vez. Los reconocería a lo lejos, cuando el alba despunta y el día despierta a la claridad, apoyados en la barra de un bar con aroma a café. Siempre sonriendo. Despreocupados. Sin miedos. Con el descaro de quien simplemente vive sin pensar ni en el porqué, ni en el cuándo, ni mucho menos en el cómo ni con quién. Amables, simpáticos, carismáticos... Elegantes, si la ocasión lo merece; o arrastrados por ese matiz vulgar de la pasión. Aristócratas, si tuvieran que hacerse pasar por ellos; o sencillamente, convertidos en gente de mar. Solidarios con el débil. Firmes contra el tirano. Todo depende del instante. De lo que acontece. De lo que otros les demanden. O de lo que ellos quieran conseguir. Pero siempre, eso sí, con la ligereza que les da saber que cada segundo es, al fin y al cabo, etéreo y pasajero. Convencidos, seguramente, de que la vida, en el fondo, es un juego. O, al menos, que eso que llaman realidad no es tan real.
Recorrí algunas calles de Nova Gaia siguiendo la estela de los corchos empapados en vino; y, aunque brevemente, también me dejé ver por las inmediaciones de la catedral de la Sé. A esa hora en la que el estómago reivindica una parada y fonda, me topé con los universitarios por la Praça da Liberdade, vestidos de negro bajo un sol de justicia, camino del pintoresco desfile anual. Sonreí y les admiré. Entré en la estación de Sao Bento. Por segunda vez. Y el ímpetu del destino me arrastró, a continuación, hasta la rua de Santa Teresa, donde los jóvenes joyeros de As 3 Jóias diseñaron una pieza preciosa con forma de coral que, al parecer, una mujer sabia consideró que yo debía llevar. "Es para toda la vida", me dijo. Después, sobrecogida por el detalle, contrariada por mi propia reacción, emocionada, dichosa y finalmente entregada, confesé y compartí sentimientos cotidianos bajo lo poco que queda ya del aura del histórico Café Progresso. Un cimbalino puso el punto y aparte para el resto de la tarde. El periplo por las inmediaciones de la iglesia de las Carmelitas me llevó, ¡cómo no!, a rebuscar entre los estantes de la librería Lello. Hacía calor, lo recuerdo, y la temperatura ayudaba a que la madera del viejo establecimiento se amoldara sin crujir a las pisadas de los cientos de curiosos que queríamos percibir la fragancia de todos los que por ahí habían pasado desde 1906.
Mientras, a lo lejos, las fachadas deliciosamente elegantes de la Rua das Flores confeccionaban un nuevo collage nocturno de plenitud y felicidad. Hecho con sobres de otras épocas, forrados con papeles de colores, y escritos con tinta ocre para él, y azul Atlántico para ella. En el interior de cada uno, ellos, la pareja de amantes, habían dejado un legado para mí, trazado en una sola palabra: "Regresarás".
Cuando llegué hasta la plaza 1º de Dezembro para coger el coche aún no sabía que Oporto no era uno, sino dos. Pero volveré y lo constataré. Eso sí, la próxima vez, en tren.
Regresé de Oporto un día en el que el sol iluminaba ferozmente cada uno de los tornillos que el ingeniero Seyrig mandó colocar a lo largo y ancho de la estructura del puente de San Luiz. En las terrazas, a lo largo del paseo de la Ribeira, se arremolinaban los extranjeros, mapa, cámara y cerveza en mano. Las gaviotas decoraban discretamente el entorno de ese majestuoso río tan castellano como portugués. Sobrevolaban el Duero, mansamente. O reposaban en sus aguas. Con discreción. Un río que, durante años, había escuchado los secretos y los sueños de una dama que sentada, enfrente de él, clamaba al viento y confesaba sobre un papel ser plenamente feliz.
Reconozco que me equivoqué intentando encontrar la esencia de Oporto a la primera. Fue después, ya en tierras castellanas, cuando descubrí que detrás de los rincones azulejeados de las calles y cuestas de esa ciudad no habitaba una sola persona, a quien ponerle la voz ni con quien flirtear en mi imaginación, sino, más bien, una pareja de amantes. Oporto se me presentó así. Como un apuesto galán, de bajos fondos y alta seducción, y una mujer sensual a la que, tal vez, los vecinos de su barrio conocían por el peculiar encanto de moverse por la vida sin demasiado control. Enamorada de un fluir existencial sin normas ni barreras, aunque, de alguna u otra manera, esa aparente anarquía no le impedía ser fiel a los suyos ni, tampoco, hacer alarde de un exagerado y semioculto sentido de la lealtad. Ahora los evoco, a los dos, como la representación humana del alma de Oporto. Puedo imaginármelos bailando tangos importados en algún local de entrada estrecha y poca luz; o envueltos en una nube de humo, mientras ella canta un fado y él le acaricia el pecho con la mirada, una y otra vez. Los reconocería a lo lejos, cuando el alba despunta y el día despierta a la claridad, apoyados en la barra de un bar con aroma a café. Siempre sonriendo. Despreocupados. Sin miedos. Con el descaro de quien simplemente vive sin pensar ni en el porqué, ni en el cuándo, ni mucho menos en el cómo ni con quién. Amables, simpáticos, carismáticos... Elegantes, si la ocasión lo merece; o arrastrados por ese matiz vulgar de la pasión. Aristócratas, si tuvieran que hacerse pasar por ellos; o sencillamente, convertidos en gente de mar. Solidarios con el débil. Firmes contra el tirano. Todo depende del instante. De lo que acontece. De lo que otros les demanden. O de lo que ellos quieran conseguir. Pero siempre, eso sí, con la ligereza que les da saber que cada segundo es, al fin y al cabo, etéreo y pasajero. Convencidos, seguramente, de que la vida, en el fondo, es un juego. O, al menos, que eso que llaman realidad no es tan real.
Recorrí algunas calles de Nova Gaia siguiendo la estela de los corchos empapados en vino; y, aunque brevemente, también me dejé ver por las inmediaciones de la catedral de la Sé. A esa hora en la que el estómago reivindica una parada y fonda, me topé con los universitarios por la Praça da Liberdade, vestidos de negro bajo un sol de justicia, camino del pintoresco desfile anual. Sonreí y les admiré. Entré en la estación de Sao Bento. Por segunda vez. Y el ímpetu del destino me arrastró, a continuación, hasta la rua de Santa Teresa, donde los jóvenes joyeros de As 3 Jóias diseñaron una pieza preciosa con forma de coral que, al parecer, una mujer sabia consideró que yo debía llevar. "Es para toda la vida", me dijo. Después, sobrecogida por el detalle, contrariada por mi propia reacción, emocionada, dichosa y finalmente entregada, confesé y compartí sentimientos cotidianos bajo lo poco que queda ya del aura del histórico Café Progresso. Un cimbalino puso el punto y aparte para el resto de la tarde. El periplo por las inmediaciones de la iglesia de las Carmelitas me llevó, ¡cómo no!, a rebuscar entre los estantes de la librería Lello. Hacía calor, lo recuerdo, y la temperatura ayudaba a que la madera del viejo establecimiento se amoldara sin crujir a las pisadas de los cientos de curiosos que queríamos percibir la fragancia de todos los que por ahí habían pasado desde 1906.
Mientras, a lo lejos, las fachadas deliciosamente elegantes de la Rua das Flores confeccionaban un nuevo collage nocturno de plenitud y felicidad. Hecho con sobres de otras épocas, forrados con papeles de colores, y escritos con tinta ocre para él, y azul Atlántico para ella. En el interior de cada uno, ellos, la pareja de amantes, habían dejado un legado para mí, trazado en una sola palabra: "Regresarás".
Cuando llegué hasta la plaza 1º de Dezembro para coger el coche aún no sabía que Oporto no era uno, sino dos. Pero volveré y lo constataré. Eso sí, la próxima vez, en tren.