RECUERDOS LONDINENSES... DOS

London Eye. Copyright foto:Teresa Morales.
Londres ha amanecido hoy con más energía y vitalidad en el interior de este yo que me conforma. La mañana de ayer, a pesar de un cielo plenamente luminoso, resultó ser algo turbia en lo emocional. Como si estuviera cruzando un pasillo de telarañas que se pegaban a la piel y borraban del mapa cualquier atisbo de visión nítida de presente. No eran peligrosas, aunque resultaban molestas. Lo peor es que activaban un miedo absurdo. El temor de entrar y verme sola en ese desván, el de la propia vida ya vivida, que consideraba limpio y ordenado, y resulta que no lo está. Aún quedan rincones donde los apegos y las identificaciones a aquello que creí que fui empañan superficies que bien podrían estar ya, a estas alturas de la vida, absolutamente cristalinas y en paz.Por la mañana, después de desayunar, estuve trabajando en una de las mesas del lobby del hotel, cerca de un ventanal desde el que se ve cómo fluye ese tráfico incesante de Cromwell Road. Veía a los niños, tan alegres, con sus sonrisas y mirada relucientes, y esa tez clara tan british que parece rozar la fragilidad. Observé la cantidad ingente de jóvenes de todas las razas que, café en mano, van con prisa hacia el trabajo mientras en sus mentes se podría intuir ciertas ansias por llegar a encontrar un algo concreto: tal vez sueños, estudios, éxitos, esperanzas, huidas… ¡Quién sabe! Distintos colores de piel, distintas culturas de origen, distintas religiones, pero todos ellos con varias cosas en común en lo vital, amén de ese gusto afín por cobijarse del frío bajo un abrigo negro o gris. Ni sé la razón de abrigarnos siempre con negritudes ni, creo, que pueda llegar a entenderla alguna vez.Como tampoco, imagino, llegó a entender una mujer india que recorría solitariamente Hyde Park que las palomas levantaran el vuelo justo cuando ella les lanzaba migas de pan. “Volverán” le dije. Ella sonrió, con un atisbo de sorpresa al escuchar tanta asertividad en solo una palabra. Después, proseguí mis pasos, entre el cansancio físico (real) y el agotamiento mental de verme, constantemente, caminar sobre un cable fino de auto-exigencias sentimentales, persiguiendo la perfección o simplemente, la certeza en lo correcto; ya sea en un compromiso moral, humano o espiritual.“Si dejara de pensar –me digo algunas veces–, todo sería más fácil. Porque a veces, es cuestión de no buscar y saber cómo esperar. Esa, al menos, fue la enseñanza visual que aprendí de un joven de edad incalculable, a la altura de lo que sería el penúltimo árbol de Kensington Gardens, antes de que el frescor de la hierba se evaporara en el asfalto de Kensington High Street.Estaba este joven sentado a los pies del tronco protector de un inmenso árbol. Las ramas, desnudas, rompían la nada inmaterial, adentrándose en la inmensidad de todo el vacío que había alrededor. Como un Buda, el chico sonreía, con calma, con una expresión más de un nirvana conquistado que de esperar un alcanzar. Fue de pronto cuando la vi. Una pequeña ardilla bajaba curiosa y amigable, desde la cima de la copa. Lo hacía despacio, con cautela más que con desconfianza. Y llegó, hasta el lateral donde él extendía una mano en la que atesoraba lo que sospeché que sería una avellana o una nuez. El animal se acercó, cogió el fruto y se fue. Él siguió sonriendo, sin esperar nada a cambio. Sin apenas inmutarse. Estuve a punto de sacar la cámara, pero una voz interior me paró, para aconsejarme que me fundiera en aquel instante como una simple partícula de infinitud. Como un átomo más. Entonces, él me miró y los dos sonreímos. Y, de nuevo, bajó otra ardilla, por la izquierda. Y la acción se repitió.Así pasaron dos, tres, cinco… creo que llegaron hasta diez minutos en los que el presente se paró. Él apenas se movía. Y sin embargo, aquello a lo que aspiraba sucedía. Paciencia y tesón. Perseverar sin desesperar.Sin duda, una introducción casi perfecta a lo que viviría más tarde en la Lecture Room de la Sociedad Budista de Londres, a donde llegué al ritmo de un mantra espontáneo que se repetía una y otra vez en mi cabeza: “Como una cabra”. No se me ocurría una frase mejor para describir de qué manera, en un plis, cambié la rutina conocida (y segura) de mi ciudad en otro país, para surcar el océano de muchedumbre que inundaba Victoria Station a esa hora en la que la reina probablemente toma el té a pesar de que la densa oscuridad del cielo de los eneros londinenses invita más a cenar que a merendar.
Extracto de los días en Londres, enero de 2016