London Eye. Copyright foto:Teresa Morales. Quise
llegar a Elizabeth Street sin ojear el mapa para no parecer una turista
inexperta, ni acabar siendo víctima de aquellos que merodean por la zona como
hienas a la caza de alguna presa a la que estafar. Otra vez los miedos, pensé. ¿De
dónde habrán salido? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que me sintiera así de
amenazada por nada en concreto, cuando con solo 22 años, ¡hacía tanto de
aquello!, danzaba con la vida entre esta multitud interracial sin un ápice de temor?
Cuando
llegué a Eccleston Square, por fin, algo dentro de mí cambió. El olor a añejo y
a intelectualidad del interior de la Sociedad Budista se impregnó en mi piel,
reportándome serenidad. Como si hubiera entrado en la casa de un antiguo y
apreciado profesor. Las paredes de la biblioteca, salón y sala de meditación, se
habían transformado en filas de estanterías de madera que acogían una inmensa, y
jamás vista por mí, colección de libros sobre budismo. Y en el poco espacio
virgen de las paredes, muy arriba, casi junto al vértice del techo, alguien
llegó a robar un hueco para establecer hileras de marcos con imágenes de Budas
y maestros.
En
la planta de arriba, algunas salas permanecían vacías, menos una, la lecture room. Sentada y sola, entre
desconocidos que conformaban una pequeña multitud, esperé 45 minutos hasta que apareció
el motivo por el que había ido allí.
Lama
Chime Rinpoche cruzó la puerta. Alto y delgado. Encorvado, como las varas de
los arbustos que se doblan con el tiempo. Sonrisa noble, bondad tangible. Su sola
presencia emanaba una gran bendición. De forma intensa, certera, comprendes, cuando
le ves, y no es una sensación, que él ya sabe quién eres tú, y por qué estás
ahí. Afirmaría que me conocía de siempre, que tenía constancia de mis alegrías
y sufrimientos. De las esperanzas y luchas. Su mirada compasiva parecía traspasar
todo el escaparate de etiquetas con las que los más mortales solemos diseñar este
recorrido al que llamamos vivir, y él, daba la sensación, estaba absorto y
feliz. Feliz desde una visión de pura y
verdadera felicidad.
Chime
Rinpoche hablaba un inglés que ni siquiera los ingleses podrían entender. A pesar
de eso, del total de su discurso me llegaban fragmentos que aportaban una inmensa
luz. Como cuando habló de la confianza en uno mismo, de la confianza en el dharma y de los efectos de la
generosidad. “Cuando el alumno encuentra a su maestro –dijo–, es importante que
el primero de ellos se abra, y se abra de corazón”.
Acabada
la conferencia, el lama se levantó, aceptó las reverencias y cruzó la sala. A
mi altura, más o menos, se paró. Me miró y sonrió. Noté cómo hacía amago de hablar,
pero frenó aquel pequeño impulso, volvió a sonreír y prosiguió. Le sonreí.
Comprendí su silencioso gesto hacia mí y sentí que aún es tiempo de saber
esperar.
Cogí
el abrigo (negro, como el de los ingleses, quizás, para no destacar), bajé las
escaleras, entré en la biblioteca para sentir un algo especial antes de regresar
a España, y me fui, rumbo, otra vez, a los oscuros y temidos alrededores transitados
de Victoria Station. Aunque en esa ocasión, me adentré en las calles de Londres
envuelta en un manto de confianza y seguridad que, sí o sí, había recibido de aquel venerable lama que sabía
mucho más de mí de lo que ni siquiera yo podría atisbar.
Las
tiendas ya estaban cerradas desde hacía tiempo. Los restaurantes iluminaban
conversaciones románticas a la luz de las velas, y las fachadas de las
mansiones de la vecina Sloane Square me propusieron jugar a imaginar un cálido
hogar.
Después….
algo ocurrió. Recibí un mensaje en el teléfono. La pantalla se iluminó, y el
pensamiento de la persona que velaba por mi viaje consiguió hacerme creer, de
nuevo, en el amor. No había estrellas visibles a esa hora, ni en ese instante. Porque
al inseguro y caprichoso cielo londinense le dio por cubrirse y, cómo no, por llover…
Pero la vida, de pronto, en Fulham Road, se tornó como la mirada del lama. Feliz.
Solo
unas horas más tarde Londres cambió, y, ¡cómo no!, amaneció radiante y con sol.
Extracto de los días en Londres. Enero de 2016