Piccadilly Circus. Copyright foto:Teresa Morales. A
las 8 de la mañana, el sol ya se ha colado entre las chimeneas de Chelsea. Sin
embargo, para la mayoría de las huéspedes que pernoctan en el hostal sigue
siendo hora de dormir. En estos días, he conocido a una mujer que iba a Los
Ángeles para asistir a un seminario sobre cómo conseguir que la vida sea más
rica en todos los sentidos. Pero ironías, se dejó olvidado un pañuelo y aquello
me hizo pensar que antes de ganar hay que saber no perder.
Una
tarde compartí charla con una mujer, mayor que yo, que había vivido en Nueva York, Londres, París y ahora,
en Mónaco. Oriunda de Austria, no parecía tener mucho arraigo a sus orígenes como
para quedarse de forma perenne allí, a la sombra de Sisí.
Hablé
con una coreana anónima que describía, entre la pena y el miedo, lo mucho que adora
a su país, pero no su gobierno.
Me
crucé con una girl-scoutt que guiaba
a un grupo numerosísimo de boy-scouts
australianos. Cuando se presentó me hizo el gesto de los tres dedos juntos que
representan los valores: lealtad, abnegación y pureza. ¡Menos mal que un día
antes, por casualidad, alguien me aleccionó sobre los principios que había
constituido el señor Powell!
Dos
japonesas me sonreían alegremente cada vez que yo les daba los buenos días y
las buenas noches.
Anita,
una mujer negra, pequeña en altura y grande en resistencia existencial, se
había embarcado en la misión de hacer que mis primeros días en Londres fueran
relativamente dulces y olieran a hogar. Me prestaba su cable para el teléfono y
aceptaba las medicinas que le di para el mal de muelas.
Una
tarde, apareció en el hotel una señora de unos setenta y tantos años cuya
maleta pesaba más que su frágil cuerpo. Solo estuvo una noche y su presencia
resultó tan misteriosa como pintoresca.
La mujer
italiana de la cama superior de mi litera llegó demasiado tarde como para
ponerle cara.
Y
por último conocí a Marilia. Una belleza brasileña dulce, que con sus veintipocos
años representaba a la mujer joven que habitaba en mí y de la que, de alguna
forma, me estaba despidiendo durante mi periplo inglés. Marilia quería hacer el
Camino de Santiago porque “en la vida –decía–, buscaba algo más espiritual,
algo que fuera más allá de lo que vemos y de lo material”. Sus palabras me
pusieron frente a un espejo, y me vi en ella, en aquella inocencia que creía en
los sueños y que, seguramente, un día, tras otro, conseguiría hacerlos realidad.
Le entregué el candado de la maleta, con el que había viajado por todo el
mundo. “Yo ahora no lo necesito y tú estás haciendo un viaje que yo ya he
hecho. Te traerá suerte”, le dije. Percibí su emoción. Me sentí madre y tutora.
Tal vez, guía y hasta maestra, sin pretenderlo. Sus ojos, con mis palabras, se
volvieron acuosos. Y fue entonces, en aquel instante sin telarañas ni miedos, cuando
descifré que, junto con estas fragmentos narrados que dejaba por escrito, el
viaje adquiría sentido y mostraba su profundo significado de renovación.
El
cielo caprichoso o inseguro de Londres
decidió que las nubes necesitaban un respiro, así que dejó que ese día, mi
último día de estancia, solo hubiera espacio para el sol. Piccadilly seguía
vibrante, con las pantallas gigantes que proyectaban imágenes repletas de
colores y acción, mientras el Eros de la fuente ya no daba de beber a los
punkies de aquellos años de mi juventud. Regent Street me sorprendió de nuevo
con sus edificios majestuosos e imponentes de los que apenas guardaba buena
memoria; y las fachadas de los principales teatros desfilaron alrededor de mí
con notas musicales. Pasé por delante de Her Majesty Theatre donde continúan representando
aquel Fantasma de la Ópera que me
regalé por un cumpleaños, 20 años atrás. Llegué hasta Trafalgar Square y me
fundí con una de las imágenes de Londres que más frecuenté cuando había vivido
allí: la de la columna de Nelson y, al fondo, el Big Ben. Detrás de mí, a mi
espalda, mi adorada National Gallery, donde cualquier persona mínimamente sensible
siempre encontrará un cuadro que le haga soñar.
Sobre
el escenario popular y abierto de Trafalgar Sq., decenas de artistas ambulantes
deleitaban, como de costumbre, a los peatones con sus diversas habilidades. Uno
escribía sobre el suelo, con tiza blanca, un poema que era un canto al amor.
Otro tocaba el saxo. Dos bailaban break.
Había algún escocés haciendo sonar la gaita. Y un par de ellos, o tal vez
fueran tres, se ganaban la vida como esculturas vivientes. En aquel punto de la
ciudad, la gente, lo quiera o no, se muestra alegre y celebra que está ahí.
Presente. Juegan sin pensar con las palomas; suben en los enormes leones negros
que escoltan el espacio circular; se hacen tres, cuatro, o veinte fotos de
grupo; ríen; se abrazan; consultan la guía, el mapa o el folleto de la última
exposición.
El
viento comenzó a colarse entre las calles de la zona y el sol, que se vende
caro en Londres, me aconsejó que si quería disfrutar era el momento de
atravesar el Támesis.
Hungerfod
Bridge me dio la oportunidad de soltar el peso de los primeros días y lanzar
los miedos a ese río que casi parece un turbio mar. La luz del atardecer
comenzó a teñir de rosas y naranjas las superficies metálicas de lo barcos, las
barandillas del puente y las cabinas blancas de la gran noria London Eye. Me
quedé un buen rato ahí, observando el reloj del Parlamento a lo lejos sin fijarme
en la hora. Just simplemente estaba
allí. De pronto, ya no buscaba. Ni pensaba. Ni quería buscar, ni tenía la
necesidad de pensar.
El
paseo por la orilla hasta London Bridge es un cúmulo de sensaciones
maravillosas. De frente, a la izquierda, el skyline
de la City donde lo más sacro de la cúpula de la catedral de Saint Paul flirtea
con descaro y habilidad con The Gherkin, ese edificio eróticamente erótico que
Foster diseñó. A la derecha, el antiguo teatro de Shakespeare alardea de su
identidad medieval mientras el Tate presume de una modernez reciclada.
En
un rincón, el río se convierte en pequeña playa. O eso creí yo. Tal vez es que
estaba tan sin pensar, que ya ni comprendía la verdadera realidad. Pero vi
arena, sí. Y el ruido del agua golpeando contra las paredes del muelle
recordándome minutos de olas a la orilla del mar. Llegó la noche. Tower Bridge
se iluminó con los colores de la bandera: rojo, blanco y azul. Y las multitudes
avasalladoras de los empleados de la City, todos con sus consabidos abrigos
negros, bajaban hacia la estación de tren, a velocidades de vértigo. No sé si
por escapar de un viento gélido aterrador o porque ese es el ritmo habitual con
el que huyen del trabajo en busca de la tranquilidad del hogar. Algunos
turistas, pocos, entre aquella marabunta. Y un par de curiosos, como yo, que
con cámara en mano, pretendían arrebatar una imagen de aquellas hormiguitas
humanas que desfilaban sin cesar, todas, en una misma dirección.
Para
entonces, mi cuerpo dejó de funcionar. Mi mente, la pobre, abatida y derrotada,
ni siquiera pretendía hablar. Se ocultó, no sé. Crucé hasta Canon Street y
entonces fue cuando le di al off. De
alguna forma, el viaje había acabado. Y lo que buscaba en Londres, también. En
una pequeña calle cercana a Covent Garden localicé un pub llamado El Cisne
Blanco. Me tomé la pinta a la salud de la señora Blixen. Después, regresé al hotel.
Extracto de los días en Londres. Enero 2016