Hace
un tiempo, en alguno de los libros que leí este año, hallé una curiosa
reflexión. Decía así: Si no supieras el año exacto en el que naciste, ¿qué edad
sentirías que tienes? De pronto vi, con más claridad que en otras ocasiones, que vivimos en una férrea dictadura de las normas, ya
sean sociales o incluso temporales, como esta. Nos ponemos años y, peor aún,
nos ponemos las obligaciones que hemos asignado a esos años. Cuando lo cierto
es que nuestra alma, esa que siempre es igual a pesar del aspecto físico
cambiante de nuestro cuerpo, no sabe de reglas, ni de prohibiciones. Ni de
expectativas de obligado cumplimiento. Hemos dejado
que nuestra mente, con toda esa artillería de ideas y juicios establecidos y
adquiridos, dirija nuestra existencia sin compasión. Y de ahí que hagamos o
dejemos de hacer, ya sea por miedos e inseguridades. O qué se yo. Pero en el
fondo de cada uno de nosotros, esa esencia atemporal, esa energía que no tiene
edad, se mantiene ajena al devenir ajetreado y estresante de la realidad. Es la
que finalmente sonríe, a pesar de los conflictos. Es la que siempre avanza, a
pesar de los bloqueos. Es la que eternamente vuelve a amar, a pesar de las
ofensas. Tal vez sea eso lo que llaman amor puro. El principio motor del origen
de la vida. Lo que le da sentido. Lo que posibilita la transmutación alquímica
de las cosas. Lo que consigue, sin esfuerzo, que las ilusiones también puedan
verse y sentirse como realidades. Las que cada uno necesite para sobrevivir y
creer. La magia, al fin y al cabo, en cada una de las partículas y moléculas
del oxígeno que respiramos. Pues es eso, eso intangible que compone el aire y
que algunos podrían calificar de entelequia, lo que nos alimenta y nos permite
seguir vivos, independientemente de la edad que tengamos. O, mejor dicho, de la
edad que marque nuestro carnet de identidad.