
Abel Port y Airlie Beach se comunican por un paseo de tablas de madera. Al caer la noche, las gaviotas se aquietan, los animales bajan la ladera olisqueando el humo de las barbacoas, el océano se vuelve añil y más tarde negro, y las estrellas resplandecen, adquiriendo el peso de un firmamento mucho más denso y ornamentado que el que veo habitualmente desde mi ciudad de origen.
Fue en ese momento cuando tuve conciencia de que me encontraba en un punto microscópico del planeta, en una tierra lejana, remota, justo en las Antípodas. Me di cuenta de que allí o aquí, la vida seguía su marcha con las preguntas y preocupaciones de cada uno. Como la historia de Cassandre, una francesa que pululaba por la calle principal de la localidad, con su pareo y su portátil, esquivando e integrándose entre los jóvenes mochileros, dependiendo de su humor y sus intereses, caminando a paso lento y despistado, encendiéndose cigarrillos de liar, con la mirada perdida en cuál sería su próximo destino:
Dejé Paris y me fui a Burdeos, pero allí tampoco era feliz. Perdí la inspiración y me vi en un mundo de personas que competían y que se creían mejor que el resto sólo porque habían sido seleccionados entre cientos. Yo creía en mí y en lo que hacía, pero no en lo que me rodeaba. Empecé a pensar que tal vez me vendría bien irme un año fuera y entonces me llegaron señales. Australia aparecía por todas partes. Me decidí a dejarlo todo y venirme para acá. Llevo cinco meses recorriendo este país en una furgoneta. Pongo anuncios en los albergues y comparto trayectos para que la gasolina y el desplazamiento me salgan más baratos. Ahora estoy bien, empiezo a relajarme y a disfrutar, pero al poco de llegar estuve un par de meses trabajando en una granja para ganar algo de dinero antes de proseguir con mi periplo. Fue duro. Una y otra vez, todos los días, dudaba acerca de mi decisión. No sabía si había hecho lo correcto al abandonar Francia y ni siquiera si sería capaz de hallar algo que me devolviera las ganas de volver a creer en mí. Una y otra vez, todos los días, me preguntaba lo mismo: ¿qué diablos hago yo aquí cortando lechugas?
Lo último que supe de ella fue que estaba en Darwin. Trabajaba en una cafetería para seguir costeándose su aventura y algún día que otro se preguntaba: “¿Qué hago yo aquí fregando platos?” Tal vez ya no le perseguían los humos grises de la gran ciudad, ni la rivalidad parisina por ser el mejor artista, pero en un punto microscópico del planeta, en un lugar remoto, sus preocupaciones existenciales seguían yendo de la mano de sus inquietudes viajeras.
Copyright fotos: Teresa Morales. Abel Port. Australia.