
A la tierna edad de 61 años, la señora Ch. decidió que ya era hora de poner tierra de por medio y abandonar a su marido. Así que, aprovechando el parón de la publicidad entre los deportes y la información del tiempo, se levantó de la silla, se retiró de la sobremesa, se fue al dormitorio, hizo la maleta y se dirigió hacia la puerta de casa desde donde, con una firmeza atípica, aireó un “Adiós” que sonó a punto final. El señor G. contemplaba la televisión y veía cómo caían las hojas del anuncio de Repsol, empresa que ignoraba el verano para promocionar las calefacciones de cara al otoño. Ni siquiera el tono de su esposa, hasta la fecha, le atragantó el sorbo del whisky escocés. Ni siquiera tuvo una contestación ni una réplica. Vamos, que no se lo tomó en serio. Las hermanas C. se miraron fijamente: “¿Y ahora adónde irá?” "A por tabaco", dijo una. "Al Parador", dijo la otra. "Esta no vuelve", dijeron las dos. El niño Y. seguía su lucha personal con Spiderman y la imagen de la abuela al estilo Mary Poppins a punto de esfumarse le resultaba demasiado fantástica para ser verdad.
Pasaron los días y lo único que supieron de la señora Ch. fue que compró unas sandalias de verano en una tienda de Sevilla, luego se retiró a un convento de dominicos, los del seguro del coche pasaron un parte por reparación de una luna trasera que se rompió, al parecer, en un choque contra un árbol (no se sabe muy bien de qué ciudad pero se intuye que fue en una maniobra sencilla de marcha atrás), alguien dice que la vio paseando por una capital de provincias mientras lamía un helado de vainilla y... poco más.