WATSON BAY



Llegué a Watson Bay y me olvidé del tiempo. Me entretuve con los reflejos del agua y esa especie de molusco raro que se pegaba a los postes de madera del embarcadero. El bar de la pasarela que iba al muelle resguardaba las conversaciones de tres parejas. Una de ellas tenía el plato con la vuelta de lo que habían pagado. Otra hablaba animadamente mientras en la mesa reposaban dos tazas con los restos de un café ya sorbido. Y a la izquierda, justo al lado del ventanal, un hombre de tez clara sonreía al bebé que la mujer, su mujer, sujetaba mientras las chips y el fish de su plato humeaban y desprendían ese olor a fritanga y comida rápida que sacia el apetito de los más hambrientos y menos exigentes.

Los barquitos atracados cerca de la costa se movían plácidamente a la espera de que los desataran y los pusieran en libertad. Y la señora introvertida de la heladería miraba el reloj a la espera de que el sol, por fin, echara la verja al día y le diera permiso para irse a casa a tumbarse en el sofá de estampado floral mientras las migajas del pan de la hamburguesa de la cena engrasaban una moqueta setentera que su marido compró en un rastrillo casero del vecino de enfrente.

Yo era una extraña en una bahía donde ya sólo quedaban los que estaban a punto de irse. Me olvidé del tiempo porque me entretuve contando las olas que levantaban mi pensamiento en mareas de una realidad futura donde todo era y es posible. La luz se fue y me descubrí ahí, en una bahía de las afueras de Sydney donde las aguas tranquilas que bañan la ciudad dejan paso al inmenso océano. Muy, recomendable. Palabrita. Copyright foto: Teresa Morales. Watson Bay. Sydney