PLAZAS


En una ciudad de paredes rojas y calles porticadas, vivió un joven que comía palabras, un niño que guisaba colores, una anciana que masticaba alfileres y una mujer que se alimentaba del silencio. Claro que, también hubo un maestro cocinero que preparaba la mejor pasta de la comarca para un restaurante al que siempre acudía un señor, de traje y puro. Tenía una mujer y cuatro hijos. Dos amantes, una aquí y otra allí. Su mujer, a su vez, tenía una madre y dos hermanas. Una de las cuales, era la vecina del chico que repartía flores en el barrio del mercado donde los sábados por la mañana una pareja iba a desayunar al café donde siempre, todos los domingos, el joven becario se citaba con la estudiante de Erasmus. Beca que consiguió gracias a las influencias de su tío que trabajaba en la universidad, codo con codo con una profesora rubia y fogosa que compartía piso con tres gatos. Felinos que rescató del refugio de animales que gestionaba el veterano ecologista de su ciudad a quien conoció en un bar de mala muerte donde Estela, una camarera pechugona, servía copas. La botella de vodka negra y dorada que estaba al lado de la caja registradora pertenecía a un banquero que se emborrachaba los lunes de madrugada para olvidar las penas que le causaba su divorcio con una joven a la que le sacaba quince años. Mujer guapa, donde las hubiera, pero ligera de cascos y amante de billeteras bien surtidas como la del rubio italiano que conquistó en una ciudad de paredes rojas y calles porticadas donde vivió un joven que comía palabras, un niño que guisaba colores, un anciana que masticaba alfileres y una mujer que se alimentaba del silencio.

Y así va la vida, como los tortellini famosos de la ciudad de Bologna. Todos juntos y revueltos. Historias cruzadas, reales o imaginadas, a la sombra de las fachadas y al ritmo de las fuentes de una plaza.

Copyright foto: Teresa Morales. Piazza del Nettuno, Bologna