TARDE DE VIERNES EN EL CIELO

Valle Amblés. Copyright foto: Teresa Morales.
Ayer, Juana quería llevarme al cielo. "Estamos un ratito y volvemos", me susurró. Yo asentí, pues nada me parecía más idílico para la tarde del viernes que corretear por ahí, entre las nubes y más allá de ellas. En un lugar que, ni siquiera por paradisíaco, acabamos de ser capaces de visualizar con nitidez. Sabemos, eso sí, que todo suena tan celestial que el escenario y sus circunstancias han de ser amables y ligeros. Libres de complicaciones y de lo que un budista llamaría encadenamientos samsáricos. El hogar perfecto para desconectar y donde ni los más nimios sufrimientos tienen un rincón en el que atrincherarse. El cielo. Definitivamente, sonaba ideal.
Juana me hablaba en serio. Y yo le contesté más en serio aún. "Me parece estupendo, Juana. Pero una cosa, entre usted y yo. Cuando regresemos, no contaremos nada de lo que hemos visto, ¿de acuerdo?" Y ella, con su mirada casi ciega, sonrió. Sé que pensaba que soy una tunanta, como me llamó nada más verme, cuatro años atrás. Pero desde entonces, a esta parte, su mente ya no es tan pícara y ahora me atisba con una simpática y dulce bondad, piena de compasión. "Hecho. Eres más maja", recalcó. Y en ese instante, al sonido de la máquina del oxígeno no le quedó más remedio que difuminarse gradualmente por una vez para amplificar las carcajadas lentas que la vida le permite a Juana dar. Ella se ríe y yo, me troncho. Yo, me troncho. Y ella, se parte. Y así, durante un minuto eterno, el cielo, en una tarde de jueves, nos envolvió entrañablemente en una habitación color salmón con vistas al Valle Amblés. 
Todo de una forma tan natural que, un día más, y sin esfuerzo, las dos volvemos a olvidarnos de sus casi 99 años y mis recién estrenados 46.