Es extraño que los lugares que visitamos temporalmente no nos hablen al final de los días, a modo de despedida. Casi siempre, en esos momentos finales nos recuerdan que regresamos a nuestros puntos de partida dejándolos ahí, con tantas cosas aún por ver, descubrir, sentir, y por las que, casi a modo de obligación, deberíamos volver. Alrededor del mundo hay lugares que invitan a quedarse. O, al menos, a mí me invitan a quedarme. Sin embargo, cuando ese deseo no es materialmente posible de ejecutar, transforman todo su ímpetu seductor en una melodía que, de forma dulce, promueve la necesidad imperiosa de retornar a ellos para conocer, en profundidad, todos los vericuetos que no han podido descubrirse en una corta y primera visita. Bordeaux es una de esas ciudades que susurran al viajero, una y otra vez, que en las entrañas de su personalidad aún hay mucho y muy grato por vivir, y que el final de un primer viaje no es más que el inicio de un próximo Allo, Je suis déjà ici.
Durante
décadas, algunos dijeron de ella que era una ciudad decrépita, dormida y
decadente. En los últimos años, sin embargo, la ciudad del Garona por
excelencia ha sabido resurgir de sus cenizas, convirtiéndose en uno de los
destinos más animados y vivos de Europa: joven, reinventada a través de una
arquitectura de vanguardia y de la cultura del vino, e inmersa en la paradójica
maestría de ser y estar activa desde el sosiego. ¿Se puede vivir en un lugar
que despierte los sentidos, esté abierto a la naturaleza, promocione la cultura
urbana, honre a la historia y, además, lo haga con un espíritu de armonía y
hermandad? Sí. Parece que aquí todo eso es posible.
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Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Monument aux Girondins. Bordeaux |
¿Las razones?
Varias. Puede que se deba al carisma del Garona, que abre la ciudad hacia las
brisas del Atlántico. También hacia los nuevos mundos y las posibilidades que
el horizonte y lo ajeno ofrecen. Puede que la humedad y una tierra fértil,
junto con una planta, la vid, hayan forjado, a lo largo de los siglos, los
mecanismos fundamentales para convertir a la ciudad en un centro cosmopolita. Y
puede que aún ese reducto de una sabia burguesía que hacía dinero mientras le
brindaba (a la propia urbe) clase, gusto, elegancia, un saber vivir y un
espíritu amigable para todo aquel que pretendía aposentarse en su territorio,
siga trazando pinceladas de un glamour accesible y democrático.
Hoy, Burdeos
ha conseguido convertirse en un refugio amable con el peregrino, una ciudad abierta
a lo extranjero, con un toque de elegancia poco altiva, donde palpita una
bonita sensación de que la vida, aquí, es mucho más ligera que en otras
latitudes (y altitudes) castellanas.
A lo largo de
la historia ha sido cuatro veces la capital de Francia. Razones no le faltan
para ello. De todo el esplendor del siglo XVIII quedan los majestuosos
edificios como el Palacio de la Bolsa, hoy museo de las Aduanas, y los
edificios colindantes de una de las plazas que durante medio año se convierte
en punto de encuentro de los turistas gracias a su enorme Espejo de Agua. Una
superficie de agua sobre el suelo cuyos reflejos engrandecen aún más la
panorámica señorial de esa explanada.
Es el agua un
elemento natural de Burdeos, implícito en su ser, y que la atraviesa como una
columna vertebral, sosteniéndola y dándole también la fortaleza que necesita
para, como ciudad, seguir evolucionando en el tiempo. Resulta curioso que no
fuera hasta principios del siglo XIX cuando se construyó el primer puente, y
hasta esa fecha, la urbe siguiera tan piti desarrollándose solo en la margen
izquierda del Garona. Conocido como el Puente de Pierre o de Piedra, esta
reliquia no tan antigua es el más antiguo de todos los que unen o cosen las dos
riberas del río. Fue Napoleón Bonaparte quien, dicen, lo mandó construir para
agilizar los tiempos en sus conquistas ya que, al parecer, tener que cruzar el
río en transbordador era más un lastre que una lógica aplastante. Cuentan que sus
17 arcos responden a las 17 letras que conforman el nombre y apellido del
emperador francés. ¿Será verdad? Chi lo sà.
Pero este
viaducto no es el único por el que caminar o en el que buscar retazos de la
historia. Otros, como el puente de
Jacques Chaban Delmas también aportan a la panorámica fluvial un encanto especial.
A pesar de su juventud (inaugurado en 2013) cuenta en su haber con el prestigio
de ser el puente elevadizo más alto de Francia. El de St Jean, con la cercana y
preciosa pasarela Eiffel, construida en hierro y que aún hoy es vía del tren,
habla de épocas modernistas que dejaron esa huella chic y nostálgica de aquellos
momentos inspiradores del siglo XX. Y el puente de François Miterrand no
desprende más encanto que el hecho de haber sido clave para aligerar el centro
del tráfico intenso, conectando arterias principales con una circunvalación.
Todas esas estructuras decoran el Puerto de La Luna, con su más o menos
importancia en la historia. Y sí, quienes conozcan Burdeos y ya estén a punto
de replicarme, sé que también hay otra que merece una mención especial: el Puente
de Aquitania.
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Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Puente de Aquitania. Bordeaux. |
A los pies del
pueblo de Lormont, que bien podríamos denominar un barrio residencial, a solo 6
km del centro, se alza esta enorme plataforma, el último nexo de unión de las
dos orillas bordelesas sobre el Garona antes de su estuario, la Gironda y el
Océano Atlántico. Es famoso por sus
1.767 metros de longitud y por su aspecto similar, con perdón del Golden Gate,
a la famosa estructura colgante de San Francisco.
Llegué hasta ahí casi sin querer, por esos despistes intrépidos o quizás por esas ansias temerarias de una freelanceviajera que prefiere llegar a lo turístico bordeando lo exclusivamente local. Me bajé del autobús, caminé por la ribera debajo de esa gran estructura que lo convierte en el segundo puente colgante más grande del país, y entonces, me paré para saber algo más. Y, ¡qué casualidad! Aquel puente había nacido al tráfico el mismo día del mismo mes que mi padre. Veintinueve años más tarde que él, eso sí. Sonreí, y miré a mi derecha. A escasos metros se levantan los muros naturales que envuelven el centro de Lormont. En mi búsqueda de cruzar el Garona para visitar la Citè du Vin, no indagué lo que aquella zona ofrecía, y ahora sé que me perdí un precioso parque, unas increíbles vistas de la ciudad, unos rincones e edificios repletos de historia, una ermita del siglo XV erigida en honor de Santa Catalina y ¡cómo no! una iglesia, la de San Martín, que llevaba el nombre de mi progenitor. Volví a sonreír, pensando que aquella zona y su puente tenían algo muy personal que contarme. Pero haciendo caso al reloj, simplemente suspiré, volví la vista a la corriente fluvial, percibí a lo lejos la silueta del emblemático Citè du Vin y recordé aquello con lo que comencé este post: Es extraño que los lugares que visitamos temporalmente no nos hablen al final de los días, a modo de despedida. Casi siempre, en esos momentos finales nos recuerdan que regresamos a nuestros puntos de partida dejándolos ahí, con tantas cosas aún por ver, descubrir, sentir, y por las que, casi a modo de obligación, deberíamos volver.