SANTO DOMINGO DE SILOS. CUESTIÓN DE FE

 He de decir que por fin retomé de nuevo las palabras, y me sumergí en ellas buscando lo que alguna vez sentí que fui. Me adentré en esa aventura, no sin miedo, impulsada por la necesidad de volver a ser. Reconocerme en algo que Dios/Divinidad me dio y que, por esas circunstancias inexplicables para nuestra mente, el mismo Dios/Divinidad me quitó. Pues el viaje hacia y alrededor de las moradas interiores, como decía Santa Teresa, no se presenta como un trayecto recto, unidireccional ni de fácil u obvia lógica en su discurrir. Dios concede y después, arrebata. Quizás porque en el mismo éter de ese hurto se esconde el sentido de su generosidad, pensado y diseñado para que a través de ciertos desiertos logremos en algún instante, ¡oh qué paradojas!, aquello que nos regala para bien de todos. El nuestro, el vuestro y por supuesto, para el del propio orden existencial diseñado por esa misma Divinidad.

Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Abadía de Santo Domingo de Silos

No hubiera “regresado” a mí (sí, con comillas) si ese mismo Dios no me lo hubiera permitido, pues como bien explica el autor anónimo inglés del libro La Nube del No Saber (siglo XIV) “es el Supremo quien concede los dones y los recursos para desarrollar las aptitudes que, a su vez, no nacen de nuestra voluntad, sino de la suya propia”.

Pero.... ¿Qué pasó? ¿Cómo fue? No hubiera regresado al dulce laberinto de este bosque de palabras, que es mi profesión, si la constante guía espiritual de un religioso no me hubiera convencido con tesón para ir hasta el Monasterio de Santo Domingo de Silos. Me establecí allí, motivada por tantos años de relación epistolar con uno de sus sacerdotes y frailes. Día tras día, al son metódico de las campanas, respaldada por el sigilo conmovedor de la noche aún no clareada que circunda los pasillos de ese espectacular claustro románico, famoso por un Ciprés firme y ascendente, y una virgen que, a pesar de su esencia pétrea, todo lo escucha, todo lo siente y todo lo ve, encontré mucho más de lo que imaginé.

Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Abadía de Santo Domingo de Silos

Fue uno de los ancianos monjes, organista, poeta, sacerdote, y podría afirmar que hasta visionario, quien depositó algo tremendamente hermoso en mi interior. Apenas me quedaban unas horas para partir y entonces, apareció. Me cogió la manos y me miró. En la penumbra de un rellano del siglo XVIII, recitó uno de los poemas que él mismo escribió en un momento de lucha con la que reavivó su fe. Instante de intimidad álmica, aquel encuentro. Al abrigo contemplativo del monasterio, su voz alineada con su mirada bordó frente a mí y para mí una hilera de palabras que sonaban, sí, pero llegaban como notas de silencio cuyo fin era escuchar y meditar.

“Un abrazo pupílico”, me dijo, y en su sonrisa sabia nonagenaria, y en esa profundidad del tacto místico de mis manos refugiadas entre las suyas, me descubrí de nuevo. No porque viera nítidamente una imagen de mí, sino porque él iluminó dentro de mí, el mismo Tesoro que le regaló su fe: un torrente de verdadero amor. Ese que habla de Dios o de Divinidad, que cada uno lo llame como lo quiera llamar.

Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Abadía de Santo Domingo de Silos

Al día siguiente regresé a ese hogar llamado  “la cruda realidad”, bastante alejada de la ya apacible y arraigada semana de vida monacal. Y entonces fue cuando decidí que era hora de retomar de nuevo las palabras para sumergirme en ellas buscando, sin tregua y con pasión, lo que alguna vez sentí que fui. Y que nunca, hasta ahora, he dejado de ser.