UN OASIS EN EL DESIERTO ESPIRITUAL

 

El 15 de septiembre de 1858 la localidad francesa de Estrasburgo acogió el nacimiento de uno de los grandes místicos contemplativos del siglo XIX. Su nombre: Charles de Foucauld.

Fue militar en Argelia, y explorador y geógrafo en Marruecos antes de acabar como místico contemplativo en el desierto del Sáhara. Aunque para llegar a esta etapa pasó por otras muchas igual de interesantes que contaré más tarde. El caso es que hasta hace unas semanas desconocía la existencia de este personaje que, ahora, me resulta tremendamente fascinante. Mi encuentro con su vida surge a raíz de un precioso libro que escribió la religiosa y profesora Belén María Ridruejo, titulado La llevaré al silencio (Ed. Narcea). En esta breve historia donde la escritora relata su experiencia en el proceso de inundarse de la presencia de Dios a través del silencio, aparece una referencia a uno de los pensamientos de Foucauld sobre la vivencia del desierto espiritual. Dice así: “Es necesario pasar por el desierto y vivir en él para recibir la Gracia de Dios, allí es donde nos vaciamos, donde arrojamos de nosotros todo cuando no es Dios... Es un tiempo de Gracia, un periodo por el cual necesariamente ha de pasar el alma que quiere producir frutos. Necesita ese silencio, ese recogimiento, ese olvido de todo lo creado, en medio de los cuales establece Dios su reino y por el cual forma en ella el espíritu interior”. Bonito, ¿verdad? Pues bien, ¿cómo llega un alma a estas conclusiones?

Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Pozas de San Martín del Pimpollar. Ávila

Lo que sorprende en Foucauld es cómo a sus 28 años comienza a sentir una gran inquietud espiritual después de una juventud que, si bien no se la puede tachar de nada en particular, sí al menos de no ejemplar. Al menos, así lo atestiguan las referencias a su paso por la academia militar. En 1876 ingresó en la Academia de Oficiales de Saint-Cyr donde, dicen, llevó una vida militar disipada. En 1880, llega a Sétif, en Argelia, enviado como oficial y allí, solo un año después, le expulsan por notoria mala conducta y falta de disciplina. Más tarde, volvieron a aceptarle y se incorporó de nuevo al ejército (tan malo no sería) para participar en la guerra contra el jeque Bouamama. En 1882, durante la exploración de Marruecos, se hizo pasar por judío, una estrategia que le valió para poder ejecutar un trabajo con éxito que acabó valiéndole la medalla de oro de la Sociedad Geográfica de Paris, por su labor en el reconocimiento y registro de los territorios marroquíes. Los resultados de aquellas exploraciones e investigaciones acabaron recopilados en el libro Reconnaissance au Maroc (1883-1884). El caso es que un buen día, Foucauld recibió un golpe de gracia. Lejos de las pompas y glorias que conquistó a través de sus logros en Marruecos, en su interior se brotó la necesidad de encontrar un algo más que le llenara personalmente y, por tanto, que de verdad diera sentido a su vida.

Y así fue. En 1886 conoció al sacerdote Henri Huvelin, con quien se confiesa y quien supone un punto de inflexión en la trayectoria vital de Foucauld. En 1888 peregrinó a Tierra Santa. En 1890 entró en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves (en Notre Dame des Neige) y después pasó varios años en la Trapa de Cheikhlé, un monasterio trapense fundado en 1881, situado en el antiguo imperio otomano, en las proximidades de Akbés, cerca de Alejandreta, hoy la actual Turquía. Fue allí donde puso por escrito muchas de las meditaciones que serían el corazón de su espiritualidad, incluyendo la reflexión que daría origen a su Oración de abandono.

Entre 1897 y 1900 vivió en Tierra Santa, donde acabó llevando una vida de eremita cada vez más y más intensa, mientras búsqueda con ahínco un ideal de pobreza, de sacrificio y de penitencia radical. El 9 de junio de 1901 fue ordenado sacerdote y a partir de ahí, decidió regresar a África y asentarse en Béni Abbès, en el Sahara argelino, donde luchó por erradicar lo que él denominó la «monstruosidad de la esclavitud». Vivió con los bereberes y desarrolló un estilo de ministerio basado en el ejemplo y no en el discurso. Para conocer mejor a los tuaregs, estudió su cultura durante más de doce años y publicó bajo un seudónimo el primer diccionario tuareg-francés. La obra científica de Foucauld como lexicógrafo es referencial para el conocimiento de la cultura tuareg.

El 1 de diciembre de 1916, fue asesinado en la puerta de su ermita en el Sahara argelino, dejando tras de sí el perdón hacia sus verdugos y un legado referente en eso que hoy se conoce como la espiritualidad del desierto.

Es curioso cómo el devenir de la vida, con su halo de divinidad en el trasfondo de todo, consigue llevarnos por mundos a veces contradictorios para llegar en nuestra madurez, no sin dolor ni sufrimiento, hasta un oasis de cierta paz y reconciliación con todo. Y desde ahí, dejar de ser, para darse.

Copyright foto: Teresa Morales / freelanceviajera. Pozas de San Martín del Pimpollar. Ávila

Digo esto porque la infancia de Charles Foucauld, a pesar de tener un principio feliz (hijo de una familia adinerada y aristocrática, vinculada a la antigua nobleza francesa) fue poco a poco cincelándose con los golpes trágicos que el destino le tenía reservado. Cuando él contaba con seis años, su madre muere en el parto del que hubiera sido el tercer hermano de Charles. El drama parece instalarse en su familia, y su padre, por aquel entonces ya enfermo de tuberculosis, muere cinco meses más tarde de su querida esposa. En ese momento, junto con su hermana menor, María, los dos niños (de 6 y 3 años) fueron confiados a su abuela paterna, la vizcondesa Clotilde de Foucauld, pero ella también murió al poco tiempo, víctima de un ataque al corazón. Así que los pequeños acabaron desde entonces en la casa de sus abuelos maternos, los Morlet. Pero (siempre hay un pero), con la guerra franco-prusiana en 1870, el abuelo Morlet huyó con sus nietos de Estrasburgo, evitando así el peligro que significaba la cercanía de la frontera con Francia, y se refugió primero en Rennes y luego en Berna (Suiza). Así, a los doce años, Carlos ya había experimentado la muerte de sus dos progenitores, el desarraigo y el éxodo. ¿Cómo esa serie de desgracias no iban a suponer en la personalidad de Charles un potente sentimiento de apatía y aversión hacia Dios en sus años de juventud? Charles ya tenía en su interior la semilla para señalar a Dios como el ente que tan cruelmente había afectado a su vida. Guardó siempre una herida profunda a causa de esa experiencia infantil y aunque, dicen, no llegó a reaccionar con violencia, pronto comenzó a rebelarse hacia todo. Él mismo lo dejaba por escrito en una carta a su prima María de Bondy: A los diecisiete años, todo en mí era egoísmo, impiedad, deseo del mal, me sentía trastornado.

Eso a los catorce años, a los veinte, que ya había ingresado en la escuela de caballería de Saumur, la cosa fue empeorando. Apodado como el juerguista erudito, Charles llevaba una vida desordenada, mientras despilfarraba el importante patrimonio heredado, que se elevaba a más de 353.500 francos. Se dedicó a disfrutar de noches agitadas en compañía de su compañero de cuarto, el marqués de Morès, un rico mujeriego recalcitrante. Traía prostitutas de París que desfilaban por su habitación, y a las que trataba no con mucho respeto, según las crónicas. Esa actitud libertina se acompañaba de una reiterada y deliberada indisciplina. Fue castigado muchas veces por desobediencia, por abandonar la escuela sin autorización, por llegar tarde y por no levantarse por la mañana. Recibió al menos diecinueve días de arresto simple y cuarenta días de arresto riguroso. En sus exámenes de egreso, Carlos ocupó el último puesto entre 87.

Los años se sucedieron y sobrevino el período en que llevó una forma de vida más desenfrenada aún. Daba fiestas que derivaban en orgías; gastaba su dinero en la compra de libros, cigarros y noches; y acabó “viviendo en pecado” con una mujer, actriz, que había conocido en Paris y que, para los altos mandos del ejército, era una evidentemente mala compañía. Más que un hombre, yo era un cerdo”, acabaría afirmando el propio Charles sobre aquella época.

En fin, para todos aquellos que sigan insistiendo en que nadie cambia en esta vida, la vida de Foucauld es un ejemplo de que sí, se puede. Que los sinsabores de una existencia amarga en la infancia abonan el terreno para juventudes díscolas y agresivas, y que éstas, a su vez, de alguna manera, y siempre bajo la gracia divina, fertilizan el terreno para construir una madurez reconsiderada, arrepentida, modificada, modelada, rehabilitada y reluciente. Todo desde el ingrediente básico y fundamental en esta receta que se llama crecer y evolucionar desde el interior: la humildad. Porque la humildad, como dice el monje budista Matthieu Ricard, “no consiste en considerarse inferior, sino en estar libre de la importancia de uno mismo. Es un estado de simplicidad natural que está en armonía con nuestra propia naturaleza y permite disfrutar de la frescura del instante presente. La humildad es una manera de ser, de permanecer, no de parecer”. Y desde ahí, entonces, se logra ese oasis de paz y felicidad al que todos, sin excepción, aspiramos.