LA DE LA MEDIA ALMENDRA Y EL SEÑOR GATO

Siempreviva. Ávila. Copyright foto: Teresa Morales.
Los cuentos de "la de la media almendra" y el señor gato comenzaron en un callejón de Roma, a escasos metros de la via del Babuino. Fue allí, cuando "tía Paloma", la gran Paloma Gómez Borrero, llamó por primera vez. No sabía muy bien qué podía ofrecerme ni cómo ayudarme, pero llamó porque se lo habían dicho, y lo intentó. Aquella voz que durante toda mi vida me había acompañado a través de la radio y la televisión se aposentó en mi verano romano de 2010, con una naturalidad pasmosa, como si aquello, acercarse a los discípulos con tanta familiaridad, fuera lo más habitual en la rutina de los grandes maestros. Charlamos, me presenté, me propuso y no tardé en decirle sí a su invitación. A los pocos días, en esa misma semana, fui a su casa. Cerca, muy cerca del Vaticano, como no podía ser de otra manera. Y allí estaba ella, radiante y vivaz, como siempre. Y ahí estaba yo: pastas en mano (como me había enseñado mi abuela) y no demasiado formal. No recuerdo ya si lo que aplaudió fue mi vestimenta o si precisamente eso fue lo que criticó, como lo haría la mejor de las tías, aleccionando amorosamente y con mucho sentido del humor. El que nunca le faltó, como bien saben todas las personas que la han tratado. Y así comenzó el cuento. Luego, de tan bien que nos caímos y de lo mejor que nos entendimos, la hora del té se convirtió en comida; primero en una; luego en dos; y así hasta las suficientes como para dejar de contar. El trayecto desde mi casa a la suya, de noche o a media tarde, se convirtió en un dulce paseo para Flaminia, esa bicicleta roja que compré en Porta Portese, sobre la que pedaleé vias, vicolos y piazze, y cuyos últimos días en la Ciudad Eterna disfrutaron también del hogar de tía Paloma, como me gustaba llamarla. "Teresa, carissssssima, que tienes que venir a recoger la cesta", me decía. Y la cesta, si no la tiró, aún permanece ahí.
Cuando la etapa romana se extinguió, y regresé a España, la maestra jamás me abandonó. Siguió cerca, muy cerca, cogiéndome del cogote para que las corrientes de los abismos de la nada no me arrastraran hacia vete tú a saber qué. Me volvió a arropar personalmente una y otra vez; a servir durante la hora del almuerzo la ración que el bueno de tío Alberto preparaba con santa y devota paciencia; y a ofrecerme, sin protocolos ni miramientos, casa, familia, emoción, proyectos, aprendizaje... En fin... ¡Qué decir!
Se reía de las cantidades que yo comía, ínfimas en comparación con las que ingerían ellos dos; allí, en Roma, o aquí, en Madrid; y con su ingenio me bautizó: la de la media almendra. Llegaban entonces algunas de sus vecinas, o alguna de sus amigas, y me presentaba. Y no era Teresa, no, sino la de la media almendra. Y así me quedé. Luego, en sus mails, preguntaba por Ganesh, el señor gato. Imploró para que lo llevara de nuevo a Roma, porque a tío Alberto le encantaban los felinos y "un gato, durante unos días, le vendría muy bien", decía. Pero nunca me acabó de convencer. Aún así, el felino siempre tenía maullidos cariñosos para ella. Y ella para él. Aunque solo fuera porque era consciente de lo importante que era para mí ya que los gatos, que yo sepa, no le hacían ni fú ni fá. 
Y ahora. Bueno. Una vez más me ha vuelto a pasar. La maestra se ha ido sin avisar. Al igual que se fue el poeta, ese Ángel Amézketa que junto con Paloma y otros personajes de mi etapa romana (desde Sheila McKinnon hasta Mario García, pasando por el que fuera cónsul de España durante 2010, Eduardo de Laiglesia, y ese gran amigo y misionero dominico, Miguel Ángel San Román) apadrinaron y protegieron mi aventura italiana, aquella que jamás soñé, y que, curiosamente, me dio la mayor dosis de felicidad. Pero hoy, entre las teclas de este ordenador que se pagó gracias a los trabajos que Paloma se encargó de sembrar en mi perfil profesional para que la periodista que llevo dentro no se extinguiera, la he vuelto a sentir a través de mí, inquieta y vital. Cariñosa con los expertos y entrevistados; entusiasta; amena; afable; y casi, casi, hambrienta de más y más. 
Hizo que Roma fuera entrañable para mí. Y tuvo la virtud o mejor dicho, el don de Dios, de convertir mis años posteriores, aquellos en los que podría haber tirado la toalla por todo, en tiempo de esperanza, amor y fe. Descubrí la esencia de Lolek gracias a ella; y, con sus constantes elogios, también me ayudó a crecer, haciendo que la propia Teresa creyera más en sí. Es decir, en mí. No hace tanto de eso. 2010, 2011, 2012, 2013... Como si hubiera sido ayer. Como si siempre hubiera sido así. 
Carissssssssssima Paloma, como te gustaba dirigirte en los mails, no he podido ni he sabido cumplir con mi palabra de esa última comida a la que me invitaste y que te prometí, y que por a o por b, al final, no fue. Así que, tendré que esperar a que lleguen nuevos tiempos en los que reencontrarnos para pedirte perdón, y ser yo la que te invite a ti. Lo haremos rodeadas de escenarios etéreos y de manjares, supongo, más divinos que terrenales, con los que, probablemente, seguiré comiendo, según tú, la mitad de lo que lo hace un ser normal. Prometo, eso sí, acuérdate de recordármelo, llevar vestimentas más apropiadas para la ocasión. Cambiaré las pastas italianas por mantecados de algún pueblo o, mejor aún, por las yemas de esa Santa que fue quien nos unió por última vez. Aquí, en la ciudad de los muy nobles y leales caballeros, donde la gran Teresa se encargó hace siglos de abrir las puertas de unas moradas que, seguramente, ahora son tu estancia y tu dulce mansión. 
Gracias, mil gracias, por todo lo que hiciste por mí. Pero, sobre todo, por esa familiaridad y ese campechano amor con los que me incluiste en tu siempre ajetreado e intenso vivir. Que allá donde estés te encuentres bien, alegre, entusiasta, risueña y vital. Sempre, sempre, sempre. Un abrazo lleno de cariño y amistad. Teresa.