Un siglo antes de que yo naciera, justo en el año 1873, en
Ávila reinaba la Primera República, y las clases obreras, a pesar de los
límites que la vida les imponían, soñaban. Lo hacían a diario. Algunos
trabajadores diseñaban ambiciones de éxito y futuro acomodado que despertaban
la envidia ajena. Así, el joven José Álvarez se enfrentó a numerosos
comentarios en una época en la que, según dicen, nacer ambicioso sin ser rico
era ser más desgraciado todavía. Corría el mes de junio. Puedo imaginar los
primeros calores veraniegos y la alegría de la población. Las mujeres sin sus
abrigos y los hombres sin sus sombreros. Alegría en estado puro, como ocurre
cuando las horas de luz se alargan y el buen tiempo invita a pasear. Fue
entonces, en esos albores estivales, cuando el inquieto José pidió permiso al
Ayuntamiento de la ciudad para abrir una cafetería en una de las esquinas de la
plaza de Santa Teresa, más conocida como El Grande. Y se lo concedieron. A
finales de ese mismo año, el joven empresario inauguraba las puertas del nuevo
local con un nombre tan evocador como profético: La Amistad. A través del
tiempo y alrededor de sus mesas y su barra, se han forjado conversaciones,
vínculos y relaciones que perduran hasta el día de hoy. Mis recuerdos de aquel
local al que todos conocían como Pepillo se han evaporado, como lo han hecho
muchas de las memorias de mi infancia. De los años ochenta, cuando le echaron
el cierre al emblemático bar-restaurant
y convirtieron el espacio en las oficinas centrales de una entidad financiera, de
mi vida sólo se me han quedado grabados algunos momentos, como la tarde del
jueves en la que murió mi padre, los partidos de baloncesto con el equipo del
cole que capitaneaba, las mañanas de cornetas y dulzainas en los veranos
abulenses y aquel viaje de fin de curso por tierras castellanas con mis
compañeros canarios. Sin embargo, para Teresa y Victoria, la noticia del día en
que cerraron Pepillo sigue intacta y fresca como si hubiera ocurrido ayer mismo.
Durante nuestro taller Hoy yo también cuento, ellas hablan y me cuentan cosas,
mientras Petri y yo escuchamos atónitas sus historias.
Hoy, mientras paseaba por el Grande, decidí sentarme en el
muro de piedra que flanquea el bonito templo de San Pedro. Miraba los
ventanales de lo que ahora todos conocen como La Caja, a pesar de que ya es
Bankia, y de pronto, di un salto en el tiempo, imaginándome el trasiego de los
camareros con chaqueta blanca abotonada, sirviendo vermuts y chatos de vino en
las mesas y fuera, en la terraza, que, sin lugar a dudas, era el punto de
encuentro de la sociedad abulense.
Ahí estaba yo, en pleno siglo XXI de prisas y bares
impersonales, deleitándome con las sensaciones que se vivían en Pepillo en un
tiempo no tan lejano. En la década de los años 60, Teresa ya había entrado en la treintena
y Victoria era una joven atractiva, luchadora y valiente. Tal vez, si en
aquella época hubiéramos tenido nuestras reuniones del taller literario,
quedaríamos allí, para hablar y compartir nuestras cosas, como hacían otros,
como los caballeros de la conocida Peña del Rincón, porque se sentaban siempre
en un rincón para discutir y hablar apasionadamente sobre todo y sobre nada.
Nosotras, en cambio, escogeríamos la segunda mesa que había nada más entrar a
la derecha, justo al lado de la ventana. Y también vendría Petri, a pesar de
que tendría que hacer el trayecto desde Madrid. Por un momento, me imagino que
esto es posible y como un navegante de película de ciencia ficción, comienzo a
programar el encuentro en mi cabeza.
Quizás
estamos en 1968 o en 1969. Y también es finales de mayo. Los días ya son más
largos y el calor comienza a apretar, hasta el punto de que a las cinco y
cuarto de la tarde, apenas hay gente por la calle. Nada más entrar a Pepillo me
encuentro con Julio, uno de los camareros que comenzó a trabajar de botones
cuando sólo tenía once años. “Ahí tienes a mi princesa”, me dice. Se refiere a
Teresa a la que conoció cuando eran niños sintiendo por ella un amor tan grande
que les ha llevado a ser novios, y a casarse, finalmente, a pesar de la
oposición inicial de los padres de ella. Teresa luce un colgante con la figura
de Buda hecho en jade, regalo que su amado ha pagado con sus ahorros; y
Victoria lleva una espléndida camisa de flores que se ha hecho ella misma
porque desde niña, aprendió a coser y después a confeccionar patrones. Una
tarea que, años más tarde, acabaría completando con uno de sus sueños, abrir una
mercería y llevar una vida más o menos independiente. ¡Quién se lo iba a decir
a ella! Petri, como siempre, aparece sonriente y humilde, sin dar muestras ni
signos de que detrás de su dulce mirada se esconde una vida de sacrificios,
esfuerzos y soledades porque como ella me contó un día, a los catorce años
abandonó el pueblo para irse a servir a Madrid, sola, sin nadie a quien acudir
y con la única esperanza de que aquel dinero que obtendría a cambio de su
trabajo sería una bendición para ella y su familia... Sigue leyendo
Primavera en Ávila. Copyright foto: Teresa Morales
Primavera en Ávila. Copyright foto: Teresa Morales