Ya han pasado dos meses desde aquel once de abril en el que
me presenté por primera vez en este aula del Centro de Mayores con la intención
de contar y hacer contar. Durante este tiempo, he recorrido las calles de Ávila
a través de las miradas de las alumnas del taller Hoy Yo También Cuento y he
paseado, de la mano de sus memorias y recuerdos, por jardines, costumbres,
plazas y hábitos de otras épocas que, si bien no fueron mejores, tampoco fueron
peores como muestra la jovialidad y las sonrisas con las que ellas han ido
desmadejando algunas de las escenas de su infancia y juventud.
Durante la década de los años cuarenta, Ávila era una ciudad
envuelta en los aires de posguerra, de hambre, miedos y traiciones. Ya se habló
aquí de las aventuras y desventuras de ese tal Merejo que acusó a inocentes
sólo porque eran de una opinión contraria; y de las prisas y malos modos de las
señoras cuando tenían que ir a la plaza a la busca y captura de la mejor pieza
de carne; o cuando las cartillas de racionamiento sólo daban derecho a un poco
de comida y una barra de pan que, muchas veces, no era más grande ni más ancha
que una mera flauta de trovador. Las normas sociales tenían a las mujeres
relegadas a un segundo o tercer plano. Y así, en nuestra ciudad, por ejemplo, el
alcalde de turno llegó a proclamar un bando que dictaba que las que no llevaran
medias por las calles serían multadas.
Enseñar la carne desnuda, aunque fuera algo tan casto como una rodilla o un
tobillo, ya no sólo era un escándalo y una ilegalidad, sino pecado. Ellas, que
ahora tienen mayoría de edad suficiente para hacer lo que se les antoje, no
contaban por aquel entonces con tantos permisos y hasta bien mayores, por no
decir casadas, todavía tenían hora de llegada a casa, las diez de la noche, y
como dice Toñi, “yo cuando salía aún llevaba calcetines”. Un gesto que la
catalogaba todavía como muchacha inocente y no como mujer pantera. Tal y como
cuenta Mari Luz, aquellos años de juventud apenas tenían pinceladas de
perversión, y la picardía y los coqueteos se realizaban disimuladamente. Los
chicos más atrevidos tiraban de las chaquetas a las mozas que paseaban el
Grande en aquella rutina, arriba y abajo, que acabó bautizándose como “Vamos a
sacar agua de la noria”.
Durante la época de posguerra, los habitantes de esta ciudad
tuvieron que recurrir al estraperlo y al intercambio para poder sobrevivir.
También los dueños del mítico bar Pepillo que se recorrían los pueblos de la
provincia para obtener los productos que necesitaban. El café, por ejemplo,
venía de contrabando de Portugal y lo traían a través de los empleados del
ferrocarril o los de correos, bien ocultado entre el chasis de los coches y,
dicen los que allí estuvieron y lo dejaron escrito, que las señoras de los
pueblos se traían gran parte de las matanzas entre los refajos cuando venían
los viernes a la capital para poder vender o intercambiar la mercancía, y que
más parecían parturientas a punto de dar a luz que simples aldeanas. Todo bien
oculto y a buen recaudo de la Guardia Civil, por supuesto.
El tiempo fue pasando, las décadas se
renovaron y las desgracias y las penas se fueron diluyendo como quien remueve
el azúcar en una taza de té. Los viejos juegos como el tejo o la comba a los
que tanto jugaron estas alumnas, dieron paso a juguetes de plástico, más
llamativos, pero menos creativos. Ya no
se veían niños con botes y cintas, ni cuerdas atadas a las cajas de cartón de
las que se tiraba simulando un carromato o en el más ingenioso de los casos, un
camión y hasta un tren locomotor. Las
situaciones sociales fueron transformándose hasta el punto de que los pobres de
los pueblos consiguieron hacerse ricos gracias a la perseverancia y al esfuerzo
de sus trabajos de gente obrera, y aquellos señoritos que fueron los únicos en
estudiar y lucían orgullosos sus tierras y casonas como un bien eterno e
infinito, acabaron por convertirse en una clase media sin tanta pompa ni
excesiva gloria como siempre habían imaginado... Sigue leyendo