Le había regalado al sentido común la idea preconcebida de que, aquí, escribiría. Impulsada por esa fuerza que me suele proporcionar el silencio cuando estoy de "pa dentro". Sin embargo, durante estos días en el monasterio solo he sentido la necesidad de callar el cuerpo y acallar la mente, dejando a un lado las palabras. Las orales, por supuesto; las escritas, en la medida de lo posible.
Vine porque di mi palabra de que, antes de que acabara el año, vendría para conocer en persona a las hermanas. Podría decir que realmente ese fue el motivo que me ha traído hasta aquí. Luego, siempre por esas cosas de la vida, mi visita a este lugar santo ha coincidido con esta transición en lo emocional que parece no tener fin y que en los últimos meses me ha abatido en ocasiones y, en otras, me ha puesto de nuevo frente a una parte de mí, solitaria o tal vez intimista, que procura abrirse camino en las adversidades a través del sosiego, y que trata de crecer (por aliviarse) en la reflexión y la meditación.
Desde que las hermanas me abrieron las puertas del monasterio, minutos antes de Laudes, todo ha sido Gracia divina e infinitas atenciones.
No hay más huéspedes. Solo yo.
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Capilla de Santa Teresa. Catedral de Ávila |
Durante Vísperas y Laudes me siento en un discreto y casi escondido banco de la iglesia. Procuro seguir lo que ellas hacen en cada uno de los rituales, a sabiendas de que mis gestos son más una burda imitación que conocimiento. En un alarde de atrevimiento, más bien desvergonzado descaro, incluso procuro acompañarlas en el canto gregoriano; muy bajito para no entorpecer, eso sí, confesando también que acabo poniendo más atención en ese precioso y misterioso libro, Antiphonale Monasticum, que en la pésima entonación vocal que manifiesto.
En el coro solo hay 8 hermanas. La novena se sienta frente al órgano. Menos de una decena en total, Y apenas tres consiguen rebajar los 60 años.
En el desayuno, durante la comida o a la hora de la cena, aparece la hermana hospedera para acompañarme. Cargo que ha cumplido con creces y desbordada alegría durante más de medio siglo. Hoy tiene 91 años; obligada ahora, por la curvatura limitante de su espalda, a permanecer en una ironía vital: dirigir su vista física hacia el suelo y no hacia el cielo. Devoción y vocación innatas desde que era pequeña; sabiduría, sensibilidad, inteligencia y un sentido del humor que reblandece las asperezas de la vida en comunidad, e incluso, las pequeñas o grandes amarguras que podamos traer los peregrinos que llegamos hasta esta casa.
A la sobremesa, mi sobremesa, se suele sumar la madre abadesa. Personificación de eficacia y buen hacer. Tímida, aunque asertiva. Versátil y con un gran sentido común. Después del primer desayuno que amenicé junto a ella quiero pensar que es más amiga que abadesa. Se sorprende y se sincera diciendo que no sabe por qué me está contando ciertas cosas. Las confesiones se vuelven mutuas. Y cierta complicidad allana el camino. Quizás, algún vericueto de mi personalidad le transmita serenidad y le proporcione seguridad porque, atendidas algunas de mis curiosidades sobre la vida monástica y la presencia contemplativa, pasé a escuchar con atención sus anhelos, cotidianidades e inquietudes como abadesa, más mundanas que divinas. De pronto, como quien atisba una estancia a través del ojo de una cerradura, me di cuenta de que mi presencia en ese justo momento representaba un desahogo, una oportunidad preciosa con la que ella, de pronto, podía, quizás, compartir algunas de sus preocupaciones y “sentires”.
Desde mi habitación hasta la iglesia atravieso dos pasillos gélidos y desiertos que conforman una ele. Bajo un tramo de escalera. Cruzo una puerta de madera y avanzo por un claustro acristalado. En ese trayecto apenas me fijo en lo visual porque el sentido del oído se agudiza. El sonido de los interruptores de la luz, cada uno con un matiz diferente; el de la puerta de la primera planta que comunica con la escalera cuando se cierra o se abre; el timbre que llama a Vísperas, y el rumor del gregoriano repicando en el cerebro. Los rituales diarios conforman una especie de banda sonora que es parte de esta vida. En la iglesia se escucha el movimiento de la tela de los hábitos; el del calzado que lleva cada una de ellas, sobre el pavimento, más o menos notorio dependiendo del material de la suela; el roce de un fósforo sobre la superficie rugosa de una caja de cerillas instante previo al encendido de las velas del altar; el pasar de las hojas de los Libros de Lecturas; el compás metálico de la cadena del incensario... En el comedor, por su parte, el segundero del reloj de la pared ameniza la espera de una comida que llega a través de un montacargas, también con su sonido particular. Suena un teléfono interno, luego el tono de ese práctico miniascensor que transporta la comida desde la cocina del monasterio hasta el office de los peregrinos; las paredes, no son suficientes para silenciar el rumor de los platos y cubiertos en el comedor de las hermanas, al otro lado del tabique. Las persianas hoy se baten incesantemente con cierto estruendo por un viento fortalecido que a la hermana hospedera le lleva a preguntarse: ¿Qué nos quieres traer con este viento, Señor?... Todo, aquí, incluso lo más mínimo, conforma una banda sonora de múltiples y sencillos sonidos sobre un fondo de intenso silencio.
Hasta aquí solo puedo decir que estas nueve mujeres han salido a mi encuentro acogiéndome con humildad y discreción, amor desprendido, calidez desde la sencillez, y un convencimiento férreo de para qué han entregado su vida a lo Absoluto. Todas ellas están sostenidas por una "gracia divina" que el resto de los mortales no atisbamos ni de lejos, y no hablo solo de sus almas o de sus mentes.
He intentado contener las lágrimas en varias ocasiones. Misión fracasada. Y lo curioso es que la madre abadesa no se disolvió en palabras amables o en silencios oportunos. Seguía mirando y conversando conmigo, sin interrupciones forzadas, dándole naturalidad a esa emoción manifiesta que bañaba el rostro entre tantas confidencias. Me gustó.
Los cedros, en el jardín, han ido desprendiéndose de varias de sus piñas. Ahora, a los pies de sus troncos, han diseñado una alfombra de elementos naturales preciosos. Lo cual me invita a pensar que lo que se desprende, partido, quebrado y roto, pudiera recobrar una belleza inesperada, ¿Más atractiva o fascinante que aquella que mostraba, intacta, en la copa del árbol? ¡Quién sabe! Por lo pronto, procuro retener esa fotografía visual para etiquetarla como una imagen de esperanza que me llevaré de regreso a casa. En el equipaje, también irá la alegría de una benedictina que hace 12 años llegó desde su Nigeria natal. Y, sin duda, atesoraré algunas de las frases que, discretamente, aparecieron en las conversaciones como esta de que La bondad tiene la capacidad de decir NO, frase que la hermana hospedera me repitió más de una vez al hilo de mis palabras, y bajo la sospecha de percibir cuál es uno de mis talones de Aquiles.
Pero también, sin duda alguna, me quedo con el lema de esta comunidad: Busca la paz y corre tras ella. Misión a la que el cielo me ha destinado desde que atravesé el portalón de este bendito y dichoso monasterio.