ENTREVISTA. ROMA: LA MUJER QUE HIBERNA




A finales de enero, Roma aún esta hibernando. Las bajas temperaturas y la humedad no le sientan bien, dicen, y ella, con más de dos mil años en sus carnes, prefiere dormir y resguardarse de propios y extraños. Sin embargo, por uno de esos privilegios que la vida me concede como periodista, su secretario, un tal Tiber, me llama para ponerme al día: me ha concedido la entrevista.
El encuentro tiene lugar en la Piazza del Popolo. A la cita se presenta abrigada por una capa de color blanco y un jersey de cuello alto de color gris perla. Discreta. “Estas no son temperaturas para ir de túnicas y con los brazos al aire”, comenta. Tiene ese aura de los personajes importantes que saben que lo son, pero que no alardean de ello. “Mejor entramos en Rosati y nos tomamos un capuccino”, me propone asumiendo que no hay lugar para un respuesta. Lo que dice ella va a misa. Apenas me da tiempo a sentarme, ella ya está haciéndome la primera pregunta “¿Y bien?” Tengo la sensación de que los papeles se han cambiado o, peor aún, de que me está poniendo a prueba. Mi perplejidad ante el privilegio que se me ha concedido es tal que, ineludiblemente, tengo que interrogarla acerca de sus motivos. “Pues francamente, yo no suelo aceptar entrevistas en esta época del año, pero hay algo en ti que me gusta. No sé qué es, tal vez intuición o un pálpito. ¿Nunca has tenido uno?” Le explico que no he tenido uno, sino cientos y que, de hecho, el estar hoy aquí, respirando su esencia, responde a uno de ellos. Después de unos minutos de condescendencia y casi admiración mutua sobre ese no sé qué que otra persona aspira acerca de alguien que respira, pasamos a hablar de árboles, jardines, historias de amantes y misterios. “Si los pinos de esta ciudad hablaran… Entre flores y plantas se han forjado conspiraciones, se han dado besos, se han cometido asesinatos y se han escrito edictos. Sombra y refugio, los árboles son una parte importante de mí, como quien necesita de una buena manicura francesa para sentirse perfecta e impecable. Sin ellos, no sería más que un cúmulo de edificios y esculturas, de gris y piedra”. Es cierto que el verde le rodea y le favorece. Y que cuando el viento sopla, el aroma a naturaleza invade la ciudad. “Hay más días de buenas fragancias, que de inmundicias y suciedad”, declara cuando se le pregunta por esa mala fama que los turistas le han puesto como “sucia y decadente”. “La belleza externa está mal entendida. Creemos que todo ha de ser impoluto y estrictamente proporcional en su forma, sin embargo, una dosis de desorden en el aspecto y de asimetría en la concepción del sentido de la armonía hace que algo de por sí bello se convierta en sublime e inigualable”. Afirmaciones como esta, basadas en una teoría personal, hacen de Roma una mujer orgullosa y segura de sí misma. “¿La autoestima? Se reduce a la falta de miedos. No es arrogancia, ni firmeza interior ni orgullo bien entendido como dicen algunos. La autoestima es eso que todos tenemos cuando entendemos que el fluir de los acontecimientos es perfecto y, por lo tanto, nuestra existencia dentro del universo y como parte del mismo es perfecta en sí. Un “todo está bien y por lo tanto yo estoy bien”. Mujer codiciada por muchos ha sido ella quien, a través de los años, durante siglos y siglos, ha conquistado a aquellos que tenían el poder. “La mente humana es muy traicionera. Cuando vas a ver a alguien que consideras más débil, sientes que eres tú quien está haciendo el favor. Si la gente se fijara y viera un poco más allá, se daría cuenta de que en verdad no han hecho ni conquistado, sino que han sido atrapados y llamados por esa otra persona. Normalmente es más lo que uno tiene que aprender de otro, que lo que ha de enseñar”. Emperadores, papas, políticos de mucha o poca monta, artistas, dioses y demás fauna terrestre han sonreído convencidos de que han conseguido entrar en el mundo de esta mujer, ciudad para muchos, diosa para otros tantos. “Si ellos supieran que soy yo la que abre las puertas y que no todo el mundo tiene acceso a mis dependencias!” Sonríe, convencida de su poder y, sobre todo, consciente de que a veces, es mejor callar y hacerse la tonta y elegir, antes que discutir y pregonar las glorias y pompas de las propias conquistas. “Me gusta este sitio”, dice refiriéndose al café Rosati. “Tiene ese no sé qué de antiguo que lo convierte en un clásico fashionable. Curioso como el propio tiempo renueva y resucita aquello que ya estaba cubierto de polvo y silencio. Incluso ocurre con las personas. De pronto, surge un personaje que tuvo su momento de gloria 60 años atrás y vuelve a la escena como una ultima tendencia. Irónico, ¿no crees?” Sí, tanto como el hecho de que una mujer que vive de su imagen se resguarde durante los meses de invierno y desaparezca de escena, hibernando en una de las siete colinas. Cada año elige una y no lo cuenta. Es un secreto. “Y a ti tampoco te lo voy a decir”, responde. “Sólo te diré que no hay una razón estudiada ni calculada de por qué lo hago ni, sobre todo, por qué elijo la que será mi refugio para descansar”. La última luz anaranjada de la tarde se cuela por una de las ventanas del Rosati e ilumina directamente la piel de sus manos. En otros tiempos, sujetaban varas de oro, pergaminos hechos con hilos de platino y lucían anillos señoriales. “Las manos son la mejor carta de presentación. Y a estas alturas, las mías no necesitan demostrar nada. Ya está todo hecho”. Tiber paga la cuenta y se acerca. Le pone la capa blanca y me despide cortésmente. Ella me sonríe y me mira con una complicidad familiar. “Definitivamente, hay algo en ti que me gusta. Te cuidaré mientras estés aquí.” Su sentencia suena tan tajante, que por un instante ha conseguido que me vea en este periodo de mi vida con un pase VIP. Me quedo mirando el movimiento de los pliegues de su capa. El trasiego de camareros de chaqueta blanca y pajarita negra sirven las demandas de los turistas adinerados y un camión de la basura se adentra en via de Ripetta mientras sus palabras regresan a mi cabecita: “Hay más días de buenas fragancias, que de inmundicias y suciedad”.
Texto: Teresa Morales
Copyright foto: Teresa Morales. Roma.