Loto. Copyright fotos: Cristina G. 13ño
En el interior del templo del Loto, en Nueva Delhi, lo único que hay (dicen) es austeridad y silencio. Su aspecto se asemeja al de la Opera de Sydney y se construyó como lugar de culto para los seguidores de la religión Bahai que, al parecer, defiende la unión de todos los seres humanos sin distinción de creencias. Es por esto, que en aquel espacio no se ven iconos ni imágenes. En el interior de la flor real, el Loto, ocurre lo contrario. Lejos de la sencillez exterior que expresan unos pétalos lisos y delicados, el centro es un enjambre de malabarismos naturales, entre estambres y carpelos fascinantes que parecen sacados de una obra de ciencia ficción si no fuera porque la artista que hizo esta foto, mi gran amiga Cristina G. 13ño, me aseguró que es tan auténtica como las emociones que vivió en Tailandia. El Loto es una flor que me apasiona, símbolo de numerosas civilizaciones y metáfora de la evolución. Nace en el fango y crece, por encima de las aguas, hasta lucir majestuosa, como una diosa. Sus raíces están envueltas en barro, su extremo florecido se desarrolla entre algas y un ambiente acuífero hasta emerger para reinar por encima de la superficie de los estanques. En Egipto, era símbolo de la resurrección. En la India, se completó aquella teoría con la idea de que los dioses nacían de un padma (loto) y alcanzaban la sabiduría y algunos hasta la iluminación, como lo hace esta flor que vive en un espacio único, sin mantener contacto entre la tierra y el agua. En esa dimensión, que no abismo, se encuentran, supongo, las esencias de la fortaleza, la compasión, el entusiasmo y el amor. Elementos que existen, más allá de espacios y tiempos lineales, y perduran porque son, siempre, eternos. En esa burbuja se halla el motor que mueve a la flor del loto hacia lugares más claros y limpios, un lugar donde las almas conversan ajenas a las luchas de egos y al ritmo lento de los fantasmas del miedo. Es ahí donde me imagino a Etta James cantando Come rain or come shine, impasible ante las inclemencias meteorológicas; Sugar on the floor, seductora con la mirada, o ese Dream que a mí no sólo me inspira cierta ilusión, sino soñar y hasta bailar mientras pienso en esa bonita letra que me recuerda que Things never are as bad as they seem so dream, dream, dream… Algún día iré al templo de la flor sagrada, en Nueva Delhi, y desde ese interior de austeridad y silencio evocaré la voz de Etta dibujando formas imposibles en el aire, unidas por ese pespunte de magia, capaz de construir historias de almas que, como la flor que me ha llevado a este post, se alzan y viven en un espacio que no está en contacto con la tierra ni con el agua, más allá del tiempo y el espacio.
Entra el sol por la ventana y el tren avanza... Lo demás es otra canción y una sensación de dulce ensueño. Hoy empieza el año del dragón, pero yo me quedo con el deseo de ser loto.