LO MÁS SENCILLO DE LA MUERTE


Bonilla de la Sierra. Ávila. Copyright fotos: Teresa Morales

En 1966, una doctora valiente y curiosa, aunque sobre todo, solidaria y compasiva, puso en marcha un seminario para sus alumnos. La noticia no hubiera tenido más importancia, ni mucho menos notoriedad en la escena local de su país y en el panorama internacional, si no fuera porque el objeto de estudio que se había planificado era la muerte desde la vida. Es decir cómo la ven, la sienten y la padecen quienes están a punto de partir hacia el más allá, quienes estando en el más acá han de afrontar una enfermedad mortal y quienes, a sabiendas de que la vida es un proceso con un principio y un final, se preparan, resignados, serenos o cabreados, el momento en el que dejarán de estar. La doctora Elisabeth Kübler-Ross se convirtió así en, primero, un bicho raro y, segundo, una institución en la materia, que ayudó a la comunidad científica a entender a los pacientes moribundos como seres sintientes y no, como meros conejillos de indias o muñecos de carne y hueso a los que se puede vestir, desvestir, ordenar, mover, arrastrar, limpiar o ensuciar, pinchar, etc al antojo de médicos y enfermeras, y al olvido de parientes y amigos. Sobre la muerte y los moribundos es el libro que recoge las experiencias de la doctora y sus alumnos durante el tiempo que duró aquel experimento humanitario. Miles de entrevistas a enfermos terminales que dejaron el testimonio de cómo los miedos, las inseguridades, las luchas de egos, la infancia y otras muchas debilidades humanas enquistan las relaciones interpersonales y, lo que es peor, la dificultad de aceptar la propia muerte como una liberación. La doctora Kübler-Ross, tal como dice en la introducción del libro, estaba segura de que “si todos nosotros pudiéramos empezar a considerar la posibilidad de nuestra propia muerte, podríamos conseguir muchas cosas, la más importante de las cuales sería el bienestar de nuestros pacientes, de nuestras familias y por último, quizá de nuestro país…” "Lograríamos alcanzar la paz, –nuestra paz interior y la paz entre las naciones– si nos enfrentáramos a la realidad de la muerte y la aceptáramos".
En el budismo tibetano existe una práctica no tan complicada de llevar a cabo para desligarnos del ego que, como indican las filosofías orientales, tiene que ver con nuestra propia piel. En el instante en que uno es capaz de visualizarse sin el disfraz de nuestra apariencia física, sólo como un conjunto de músculos, nervios, huesos… se pierde la percepción del yo personal y se tiene la oportunidad de verse, a sí mismo, como un ser, una anatomía que pertenece al reino de lo animal, capaz de desmembrarse hasta el punto de dejar de ser un yo para convertirse en parte de la naturaleza a la que, injustamente, tratamos como un ente independiente de nosotros. Craso error. Llevo varios días ilusionada porque he sido capaz de verme como uno de esos dibujos de Juan Gatti, de personajes que se pasean entre flores y paisajes, vestidos con sus tejidos musculares y nerviosos, rodeados de mariposas, pájaros e insectos. Y sí, aseguro que es más fácil abandonar las dudas, la ira y otras miserias y sentirse parte de la vida, no esa de asfalto y escaparates, bares y atascos que hemos inventado para entretenernos y esclavizarnos, sino aquella del viento, el mar, los árboles, las rocas y las estrellas hacia las que muchos, antes de morir, miran resignados como si fuera allí, y no aquí, donde estuviera la verdadera felicidad. Tagore escribió: “La muerte pertenece a la vida igual que el nacimiento. Para andar, no sólo levantamos el pie, también lo bajamos”.