"Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Hace algún tiempo que por activa y por pasiva me topo con esta frase que aparece en el evangelio de Mateo. Cuando creemos que los nuevos gurús que protagonizan películas como El Código Moisés han inventado todo, nos damos cuenta de que eso de lo que ahora hablan tanto los expertos en física cuántica, el poder del pensamiento, ya era un hecho evidente entre los más antiguos predicadores. Jesucristo, por ejemplo.
No hace falta estar presente para sentir a alguien, ni para cobijarle en lo más cálido de nuestro ser. Y mucho menos para dar amor, y, en definitiva, amarle. Ayer, recorriendo el interior de la catedral de Ávila, me topé con un colirrojo que piaba y volaba entre columnas, a ras de los frescos en la capilla de San Pedro, ajeno a los colores aún brillantes de una tabla románica en la que aparece San Martín, aunque no demasiado lejos de la capilla dedicada a la Virgen de la Caridad en la que Santa Teresa y Juan Pablo II comparten espacio y hasta confidencias místicas. Eran las seis de la tarde y las campanas del templo repicaron, alterando el silencio, pero manteniendo intacto el frescor de esos muros de piedra que colocaron con la esperanza de proteger una ciudad, y con la fe de quien levanta construcciones altas y majestuosas en honor y en nombre de Dios. Una hora deliciosa en la que todo recobró sentido, y el día, como la tormenta, comenzó a ser amable y tranquilo. Quizás porque el poder del pensamiento, como el de esa vibración que llamamos divinidad, es più forte di noi. Nos eleva el alma y nos coloca los pies en el suelo al mismo tiempo, con un equilibrio delicado y cuasi-perfecto. "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Sencillamente, revitalizador.