QUITELY HAPPY EN SAO JACINTO

Sao Jacinto. Portugal. Copyright foto: Teresa Morales 
Llegué allí y me quedé estática. Fija. Inmóvil. Sin saber qué hacer ni qué decir. El viento, a ras de la orilla, levantaba el polvo que había sido arena y lo transportaba por el aire, confinándolo a fundirse, sin impedimentos, con las gotas de vapor del océano. El Atlántico, allí, de frente a mí. Inmensamente azul y abierto. Sin saber qué hacer ni qué decir. Muda. Y en silencio, interno y externo. Me senté. Para contemplar lo  que me rodeaba. Un pescador, a escasos 100 pasos. Y otro más, allá, a lo lejos, casi difuminado por la bruma marina, como si fuera el esbozo de una pintura a pastel. Luego, por supuesto, las olas. Yendo y viniendo, en una coreografía acompasada por ese rugir sinfónico que aquella mañana sonaba de una manera especial. Más íntimo. Más complice. Más romántico, si cabe. 
Las crestas de las olas se volvían blancas cuando rompían en ese punto donde el agua besa y homenajea a la Madre Tierra. Pero en su origen, en el horizonte, se habían vestido de una gama extensa de azules, desde el más turquesa, hasta el más oscuro. Dependía de la distancia, de las corrientes y de la inclinación con la que los rayos del sol irrumpían sobre la atmósfera. Yo seguía como al principio, quieta. Sin embargo, poco a poco comencé a notar cómo se abría el pecho y una parte de mí salía a recorrer las dunas, en busca de cientos de conchas y caracolas a las que escuchar. Una de ellas me susurró una historia de navegantes, extranjeros y caballitos de mar. Contaba que, durante una época, mucho, mucho tiempo atrás, se creía que estos últimos seres, símbolo del amor y de la fidelidad, surcaban las profundidades del océano para transportar las almas de los marineros muertos hacia los submundos, en un paseo seguro, sereno y protegido, antes de que se encontraran con el final marcado por sus destinos. Era por esto por lo que los Hippocampus acababan siendo tesoros muy preciados por los europeos que venían hasta las costas portuguesas. E incluso, cuando ya morían y se quedaban fosilizados sobre las estanterías de alguna tienda de curiosidades, se convertían en objetos de deseo. Dicen, por cierto, que fue esta leyenda, la misma que me contó la caracola, la que motivó a los propietarios de Araujo e Sobrinho a convertir el caballito de mar en la imagen de su hermosa papelería que, aún hoy, y desde 1829, sigue en pie, al final o el principio de la Rua das Flores. 
El tiempo, sentada, sobre las dunas de Sao Jacinto, me conmovió. Las conchas, algunas quebradas; otras, las menos, enteras; y unas terceras, totalmente rotas y deshechas, me recordaban que no hay distinción en el ser, salvo por las formas, pues la arena no era más que el polvo de las conchas trituradas por el oleaje, la fricción entre ellas mismas, el viento, la lluvia, las pisadas y la vida. No  recuerdo si hubo lágrimas de emoción; probablemente, sí. Pero puedo evocar, como si hubiera ocurrido tres segundos previos a escribir estas líneas, la bonita experiencia de plenitud y felicidad, mientras hacíamos esculturas y otras filigranas con lo que la playa había traído por la noche con su sigilo natural y que, amablemente, en esa mañana de mayo, nos quiso dedicar y regalar.