A las 8.30 de la mañana abren la Basílica de Santa Teresa, muy cerca de casa. Durante la siguiente media hora, hasta el encuentro de la Misa de las 9, no hay nadie en el interior de la iglesia. Y allí me quedo, a veces a llorarLe; otras, a preguntarLe; de vez en cuando, a reconocerLe la poca vergüenza que tenemos los mortales de ir con el corazón encogido repleto de súplicas cuando enfrente está su hijo clavado en la cruz.
Para quienes no tenemos una vida consagrada comprometida como la de los religiosos, y lo cotidiano nos hace olvidar las obviedades más espirituales, salir a Su encuentro cada mañana también debería ir aparejado a un salir de casa ofreciendo todos y cada uno de nuestros gestos con la intención de honrar ese amor de Jesús que Él mismo volcó sobre el pueblo a través de su mensaje y hechos. Y hacerlo con humildad, generosidad, compasión, entrega, fe y la esperanza de saber que abandonarnos, con predisposición amorosa, en la voluntad de lo Absoluto es, de alguna manera, reposar en la esencia de armonía y belleza de un Todo creador que muchas veces vemos solo como creado.
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Señor atado a la columna, de Gregorio Fernández. Foto: freelanceviajera. |
Pero en vez de eso, comenzamos los días sin honrar nada. Con cierta pereza y nuevas cantidades de incertidumbre, solo pensando en la obligación de sacar adelante los compromisos laborales, familiares y sociales, intentando que las tormentas sean las menos, y deseando que los horizontes tranquilos puedan, en la medida de lo posible, mantenerse de forma constante en un orden sin alteraciones. Por desgracia, no hay más honra seglar diaria, y casi automática, que la supervivencia que procura salvaguardar unos niveles mínimos de bienestar material y emocional.
Desde hace varios meses acudo a una preciosa ermita que hay en un callejón, en el centro de la ciudad. Al principio entraba impulsivamente cuando, de pronto, buscaba 5 minutos de desconexión y Conexión. Después, cuando me preguntaron, me ofrecí para cubrir algún turno de adoración y así, ayudar a que la ermita pudiera estar más tiempo abierta al público. No se requería más que estar y acompañar, con actitud abierta y generosa. Ni siquiera, sospecho, era condición indispensable ser un ferviente feligrés pues, como dicen los místicos, como el roble está latente en el fondo de la bellota, dentro de nosotros hay raíces de gracia, aunque en tantas ocasiones, nos pasen desapercibidas. Ya lo decía san Juan de la Cruz, "Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella"
Un martes, cuando estaba sentada en uno de los últimos bancos del templo, observé a una señora que también acude a la misma hora que yo. ¡Con qué devoción se arrodilla delante del Santísimo! y permanece así durante una hora, sin manifestar incomodidad o dolor. Puede percibirse cómo su aura es pura entrega, una mente sin ansiedad, y lo corpóreo se torna liviano, casi trascendido. Fue entonces, contemplándola, cuando me di cuenta de que la devoción de unos es el sostén de otros. Y quizás, gracias a eso, vamos "salvando los muebles" quienes no estamos a tan gran altura.
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Nuestra Señora del Carmen, de ¿Gregorio Fernández? Foto: freelanceviajera |
Admiro a esas personas absolutamente abandonadas a una Voluntad mayor, que se sumergen sin miedo en corrientes de aguas cristalinas donde no hay ego ni emociones elaboradas por éste. Donde todo es Espíritu y fuente de amor; un Amor que habla de gratitud y de generosidad, sentimientos nobles sembrados en profundidades donde habita la humildad desvestida de arrogancia, y también la confianza plena.
Y ese precioso hecho o instante, unos lo llaman Dios, y otros, Vacuidad. Desapego, para Buda. Desasimiento para santa Teresa de Jesús. Fe firme e inquebrantable en la fuerza de un Espíritu y una Enseñanza. Liberación, para ambos, en cualquier caso.
La conquista de un señorío de sí mismo donde no hay "yo". Paradoja brillante y sorprendente que nos indica que es desde ese lugar cuando podemos dejar de ser, para ser unidos a algo más allá de lo que vemos, donde nuestra mente, por fin, puede descansar y sentirse en paz. Una huida hacia la verdadera Vida a través de un mundo interior, fuera de la vida misma, arrastrados por un dejarnos tomar, arrebatar e invadir por una caridad eterna e inconmensurable que nos envuelve y quiere disolvernos en un camino sin retorno: ese gran destino del alma al que bien podríamos denominar Verdad y Unidad.