DEL MARRÓN AL NARANJA



Existen pocas experiencias que merezcan la pena cuando se cruzan tantos kilómetros alrededor del mundo. Y una de ellas es sacrificar el sueño para despertarse antes del alba. En la zona de Yulara, a las cinco y media de la madrugada aún es de noche. El cielo es un lienzo repleto de estrellas. La oscuridad se vuelve nítida y dar un paseo corto por la carretera cercana al backpackers donde me alojo es algo posible y apetecible. El silencio de la madrugada sólo se rompe con los susurros de los turistas que, somnolientos, están deseosos de encontrarse con uno de los espectáculos del día. Esperar a que el sol aparezca para iluminar Uluru es una de esas cosas que todo viajero que viene hasta aquí pretende hacer. Al principio, no ves más que la gran silueta de la roca en la oscuridad. Pero de pronto, el día comienza a clarear. Los primeros rayos de sol, tímidos, iluminan poco a poco el monolito y el marrón comienza a diluirse para adquirir tonos más claros, terrosos y amarillos. Un leve viento se cuela entre los arbustos y refresca el ambiente. Mi capucha cubierta de pieles me refugia y me aisla de los turistas que, cámara en mano, no quieren perderse el instante. El sol continua su movimiento y la luz provoca que el desierto se convierta en una paleta inmensa de colores y tonos. Los mostazas van y vienen, se mezclan con el rojo y Uluru, entonces, despierta. Ya es de día, de día absoluto. El reloj marca las ocho de la mañana, más o menos. Cojo el coche y, sin dejar de mirarla, rodeo la carretera que bordea el lugar sagrado. De pronto, una pared intensamente naranja de algo que parece derretirse me atrapa. No es un truco visual ni un efecto óptico. Uluru cambia de color, se transforma en tonos vivos y energéticos como si jugara a ser un calidoscopio hecho con pedacitos de historia, sentimientos e ilusiones. Un placer para la vista que ninguna foto conseguirá transmitir por muy impactante que esta sea.
Copyright foto: Teresa Morales. Uluru. Australia