En el monte Aventino, una de las siete colinas de Roma, donde, cuentan, se inició la leyenda del origen de la ciudad (¡una más de tantas!) hay un jardín que reposa entre la sombra de la basílica de Santa Sabina y los muros de una antigua fortaleza, restos actuales del conocido Parco Savello. Afuera, empotrado, en la piazza de Pietro d’Illiria, habita el alma de un mascarone cincelado por Bartolomeo Bassi y diseñado por ese gran arquitecto y escultor que fue Giacommo della Porta, a juzgar no sólo por la calidad de sus obras, sino por la cantidad que decoran los rincones de Roma. Bien podría ser el rostro de Eolo, el dios a quien Zeus le otorgó el don de dominar los vientos. Y él, todopoderoso y temible, los guardaba en el subsuelo, encadenados. Los liberaba y soltaba a su antojo, provocando tormentas, oleajes y desequilibrios en el cielo, la tierra y las aguas. Cuenta la mitología que hubo quien le pidió ayuda, como hizo Hera, para evitar que Eneas desembarcara en Italia. Por suerte, en mi caso, Eolo fue más magnánimo y me permitió aterrizar en el Aventino, sana y salva, buscando una cerradura que guarda el secreto de la visión más nítida e ínfima de la cúpula del Vaticano. Un VIENTO, impropio de la época, me empujó hacia el mascarone. “Acércate”, me dijo, “y escucha”. Y de su boca ya no brotó agua, sino la historia de las ninfas que hilaban un puente entre las dos orillas del Tíber o la de los barcos que navegaban por esa corriente hasta el mercado fluvial que se instaló debajo del monte y donde los taberneros y los comerciantes hacían tratos cuando los vapores etílicos aún no les habían anulado antes de atracar en el vecino puerto de Ripetta. “Desde su nacimiento, en las montañas del centro del país, el Tíber ha sido el alma de esta ciudad”, me cuenta. “No ha habido montaña que se le resista, ni curva en la que encallar. No hay población que rechace beber de sus aguas para crecer, ni lugar que no quiera desarrollarse a su vera. Zigzaguea. Arrasa. Y sólo él ha sido capaz de tener en jaque a todos los emperadores. De hecho, fíjate lo que te digo, el gran Augusto nombró una comisión de 700 expertos que consiguieran respetar su identidad y evitar las grandes inundaciones. ¡700!”. Y sonreí, ante tanta pasión, y sus palabras, esencia de realidad y fantasía, me fueron anestesiando hasta dejarme en un duermevela, con la luz del atardecer rememorando otros ríos, no tan caudalosos, pero sí tan grandes en sus historias. Como el Cea, que incluso hoy, y a pesar de la DISTANCIA, recorre parte de la memoria de mi vida. Entre los dulces meandros y el heroico cauce de mis sueños.
Copyright foto: Teresa Morales. Aventino. Roma