ELLA



Volví al parque y la esperé. Durante más de una hora. Me senté en el mismo banco, a la sombra de uno de los pinos que decoran la Piazza di Siena en la bonita Villa Borghese. Aún no eran las dos y las nubes cubrían, parcialmente, un cielo con tintes otoñales: nostálgico e incierto. El tiempo pasaba y nadie se parecía a ella, ni siquiera de lejos, ni siquiera en los colores alegres de la ropa. Verde primaveral, radiante. Hoy, una semana y medio más tarde, la llamé. ¿Has vuelto al parque? Me preguntó. Sí, respondí. Pero no estabas. No he podido, he estado toda la semana muy ocupada en visitar a los médicos. No estoy bien.
Margot tiene 85 años y la conocí por casualidad en el parque. Ella miraba y yo sonreía sin saber exactamente si aquello era una invitación o no. Al final, me acerqué y hablamos. Apenas articulé palabra. Ella me contó su vida. Un joven americano, con ganas de aventuras en la vieja Europa, aterrizó en una ciudad alemana. Allí conoció a una mujer magnética que cantaba opereta y entretenía su vida con libros y charlas intelectuales. De aquel encuentro apasionado estival nació una niña rubia que hasta la edad de cuatro años, cuando un barco la llevó a Nueva York, no supo lo que era la disciplina ni un mínimo de instrucción escolar. A los ocho, se quedó huérfana porque un anecdótico y trágico accidente de tráfico acabó con la vida de su padre cuando este, ingeniero mecánico de profesión, probaba un nuevo auto. El destino la llevó de vuelta a su tierra natal y allí, a los pocos años, empezó la guerra. Las bombas reventaron los pulmones de algunos miembros de su familia mientras comían y, por supuesto, les mató. Ella, de excursión por el campo, sobrevivió a las bombas, después a las ruinas y durante mucho tiempo a la miseria. Otra vez vuelta a América, para empezar de nuevo. Con el tiempo y mucho esfuerzo, su vida echó raíces. Lo hizo con un italiano que, casi por la fuerza, la trajo a Roma. Y aquí se quedó. Ahora, pasea algunos días, aquellos en los que su cuerpo le permite avanzar. Va al parque y se sienta en un banco de la Piazza di Siena donde a veces esperaba a su mejor amiga y entre risas y sueños, que nunca se acaban, entrelazaban conversaciones y momentos dulces como el amanecer con olor a rosquillas. Su confidente murió hace un mes y sus hijos viven fuera.
¿Me puedo sentar y hablar con usted? Le pregunté. Por supuesto, respondió. Y durante una hora y media, me hizo feliz.
El miércoles, si estoy bien, vuelvo al parque. Gracias por llamar, Teresa.
Buenas noches, Margot. Sogni d'oro.