Hace cien años, la princesa Anna María de Ferrari no sabía que acabaría siendo enfermera de la Cruz Roja en los campamentos de militares durante la I Guerra Mundial. En 1911 tenía 37 años y un marido, explorador, viajero y rico, con el que se recorrió medio mundo. De aquellas andanzas queda un libro, escrito por el susodicho, el príncipe Scipione Borghese, que acabó siendo un diario guía de viajes inspirado en el famoso rally París-Pekín. Rally que el noble italiano ganó. Pero la princesa, curiosa y artista por naturaleza propia, se dedicó a plasmar la realidad que encontraba en cada uno de los países que cruzó, como Rusia, Afganistán, Japón, China, la India. Y no buscaba relatos de aristócratas, sino el día a día de monjes, agricultores, pobres, mujeres, niños y hombres. Todos esos rostros aparecen hoy en Roma, en una exposición delicada y sencilla, Racconto di un’epoca. 175 imágenes del álbum fotográfico de la propia princesa que han sido seleccionadas y meticulosamente organizadas por María Francesca Bonetti y expuestas en la sala del Instituto Nacional de la Gráfica.
Hace un siglo, había mujeres intrépidas que tenían ganas de contar y no tanto de aparentar. Mujeres que nacieron a finales del XIX y revolucionaron la sociedad con sus faldas, con un largo directamente proporcional a sus inquietudes intelectuales, artísticas y, sobre todo, humanas. La princesa fotógrafa encontraba en el juego de luces y sombras, el detalle suficiente para accionar su pequeña cámara Box de Kodak, y aquellas imágenes revelaban rincones y paisajes intimistas y líricos en escenarios mundanos. Un hospital, las ruedas de un carro destrozado por el terremoto de Avezzano, el perfil de una mujer sobre una barca, el movimiento de su marido mientras salta a la cuerda, el retrato de su madre (la archiduquesa María Annenkov, hija adoptada del zar de Rusia) o en la ternura de su perro, un galgo ruso. Los paisajes de horizontes inclinados, en movimientos de cámara espontáneos, casi como quien no se atreve a enfocar con exactitud por miedo a que la descubran, destilan una naturalidad serena y apacible, incluso en la falta de simetría. Basta contemplar el retrato de la condesa Nora Balzani, tumbada sobre una balaustrada del palacio que tenían los Borghese en la isla de Garda, una isla en mitad del lago del mismo nombre, propiedad de la familia, para rendirse ante los encantos poéticos, artísticos y documentales de una mujer que entendía el título noble como accesorio del que podía prescindir.
En 1915, a sus cuarenta y un años, la princesa sintió la necesidad de ayudar a los demás y no sólo contando la historia (y congelándola) a través de sus imágenes. Se alistó como enfermera de la Cruz Roja en el hospital de Salò, en la provincia de Brescia, hasta 1918. Murió a los cincuenta años, en su adorada Garda mientras, dicen, cuidaba sus plantas.
Basta este pequeño post para rendirle homenaje a una mujer (en la foto, su autorretrato) cuya obra y, sobre todo, su visión de la vida, me transmitió un halo de esperanza y emotividad en la tarde de ayer.