Lago. Rocosas canadienses. Copyright foto: Teresa Morales
En Helsinki, por estas fechas, a las once de la noche hay luz lo que significa que es de día. A eso de las tres y media de la madrugada, ya hay luz, lo que significa que es de día. La oscuridad (del día) queda reducida a unas breves horas a las que el cuerpo debe adaptarse para descansar. Es decir, apenas hay noche. Es el ritmo de los astros y los planetas, rotando entre ellos o sobre ellos, y obligando a quienes habitamos este mundo a compaginar nuestras denominaciones del tiempo con el tiempo mismo aunque sólo sea de forma temporal. Todo esto para decir que hay poco tiempo para contar un cuento de buenas noches y es que, quizás, simplemente sea un cuento de buenas horas nocturnas, duren lo que duren. La historia comienza en los bosques de Finlandia. Allí habita un dios, Tapio, al que los cazadores enviaban sus plegarias antes de partir en busca de una presa. La deidad tenía por esposa a una mujer preciosa, de piel blanca, ojos azules y melena rubia, casi albina. Su nombre era Mielikki que a nosotros nos puede sonar a nombre de payaso. Sin embargo, lejos de convertirse en un ser circense, era alguien tan especial como para crear al mismísimo oso. La llaman también La madre del bosque rico en miel y, dicen de ella, que se aparecía a los cazadores engalanada con ricas vestimentas y joyas preciosas. Yo, me la imagino arropada por una capa de Marimekko, con esos estupendos, minimalistas y estrafalarios estampados de flores y colores puros. Mielikki era, además, una estupenda sanadora y, según cuenta la leyenda finlandesa, curaba las heridas producidas por las zarpas de los animales. Yo quiero creer que en su bosque sonaban las obras de Jean Sibelius a quien, lo confieso, prefiero por encima de una banda heavy-metal, por muy archiconocidos que sean estos grupos finlandeses en el resto del mundo. Sibelius, de hecho, finlandés arraigado a las costumbres y folclores de su país, compuso su último poema sinfónico dedicado a esta pareja de dioses, titulado Tapiola. Una sinfonía que dirigió Von Karajan en más de una ocasión y de cuya fuerza, a veces serena y en otras ocasiones revolucionada, se desprende el lenguaje de los árboles, las pisadas de los animales, el crujir de la nieve, el eco del viento rebotando sobre las cortezas de los troncos o sobre la superficie de las piedras y, por encima de todo, el suspense de no saber muy bien qué va a pasar a continuación ni qué sucederá en la próxima escena. Por suerte, los bosques de Finlandia se riegan de la lluvia luminosa que desprende la aurora boreal, lo que hace que todo lo que allí ocurre acabe siendo mágico, amén de la presencia constante de la majestuosa deidad Mielikki quien tiene un nombre evocador que la etimología hiló hasta el mínimo de detalle. Por un lado Mieli, que significa mente. Por otro, el sufijo kki, que significa afectuosa. Constituyendo así, una dama de esencia sabia y bondadosa que cuidaba de su reino, de los animales que lo habitaban y de aquellas personas que, por trabajo o por placer, acababan adentrándose en sus entrañas con la ilusión de una niña curiosa y con un filósofo de cabecera que alienta a “dejarse llevar”. Dicen que Jean Sibelius necesitaba que sus composiciones se sintieran y fueran “una lógica profunda que interconectase todos los motivos”. Una teoría más de un Capricornio, como yo, que de un Sagitario, como él, y que, seguramente, en este siglo XXI donde lo que se lleva es el Be water my friend tendría una base poco consistente. Sin embargo, reconoceremos que el hecho de que haya poco no significa que eso no exista, como la noche preestival en Finlandia, que sólo es cuestión de unas horas, pero deben saber a gloria bendita y, por encima de todo, a placer de dioses.