Anticuario. Berlín. Copyright foto: Teresa Morales
Sentada cerca de un barril de vino, con una copa de ídem en la mano, el tiempo hizo una cabriola propia del mejor ilusionista y desvirtuó el compás de las manecillas del reloj. Hasta el punto de que las nueve se convirtieron en las once y las once en las dos de la madrugada. Es lo que suele ocurrir cuando de pronto te encuentras con narradores de historias que te cuentan alguna que otra conmovedora como esta, que dice así: “El día que mi madre murió y tuve que darle la noticia a mi padre mirándole a los ojos, me di cuenta de que ellos no eran mis padres, sino una pareja enamorada”. De aquella pareja, ahora sólo queda él, con sus 85 años y sus dos hijas que le cuidan y le respetan, sus manías, aficiones y su forma de hacer y ser. Reconozco que siento una gran y profunda debilidad hacia las personas mayores porque, sin lugar a dudas, son los mejores contadores de historias y sus vivencias nutren mi fantasía sin necesidad de inventarse nada, tan sólo llevándome de la mano hacia otros tiempos donde existían otras cosas que han ido desapareciendo del plano tangible, salvo de la alcoba de la memoria y del recuerdo. Aunque hay casos, como el de mi tío, quien, a sus 80 años, lleva ya varios sentado en una silla de ruedas, hecho un pincel e impecable, con un físico envidiable, una elegancia innata, sí, pero con una memoria que dejó de funcionarle hace muchos años. Ya no habla y sólo balbucea, pero mira y silba. Y yo, sentada a su lado mientras le acaricio una mano fuerte, la misma que me cuidaba y cogía la mía cuando me llevaba de paseo o me enseñaba a pisar los cantos rodados de la playa sin que me hiciera daño, le miro y sonrío. A veces se pone triste y entonces retira la mirada. Pero como no tiene memoria, vuelve a mirarme y… comienza a silbar otra vez. Su forma de contarme historias es a través de la simple presencia y, en ese caso, las palabras he de buscarlas yo para ser capaz de describir, sin exagerar, todas y cada una de las sensaciones que se ocultan detrás de una retina que, a pesar del Alzheimer, se desarrolló como médico, amante de la naturaleza, padre, hijo, hermano y, sobre todo, marido enamorado. A mi tío le llevan de paseo todos los días. Por las mañanas, a la orilla del mar para que su infinita sabiduría pueda sentirse afín con el horizonte. Por las tardes, al centro de la ciudad donde siempre le encuentro en una terraza al aire libre. Él, perdido en esa inmensidad de emociones que no puede pronunciar, pasa las horas, horas que pertenecen a una dimensión que él ya no tiene, la del tiempo, rompiendo servilletas de papel. Cuando yo llego, le abrazo por detrás, le doy un beso, observo su sonrisa que surge al roce de una caricia y es entonces cuando él coge mi mano con fuerza y, poco a poco, mete esos papelitos entre mi piel y la tela de mi jersey y los esconde para que nadie más los vea ni los pueda leer. Trocitos de celulosa en blanco que me cuentan, a su manera, la historia de su amor y la de su propia vida. Historias conmovedoras de padres ya mayores, sí, pero sobre todo, de personas enamoradas.