A los doce años, el antropólogo y fotógrafo Martin Gray vivía en la India y crecía haciendo excursiones a cuevas, templos y lugares sagrados del país y de los vecinos Nepal y Kashmir, solo o en compañía de sadhus y otros personajes místicos. Por aquel entonces, sus lecturas eran textos acerca del hinduismo y el budismo. Aquellas filosofías le llevaron a confirmar su sueño, el que trazó entre olores a inciensos y abluciones matutinas, de que, algún día, se dedicaría a recorrer el planeta, observar, descubrir historias, fotografiar rincones y transmitir, de esta forma, el mensaje y los misterios más sagrados del planeta. De aquel sueño, hoy existen testimonios gráficos publicados por National Geographic Society y, muchos de ellos, recogidos en un maravilloso libro titulado Sacred Earth, Places of peace and power. En la contraportada aparece, curiosamente, un fragmento de las murallas de Ávila, villa de la que, dice el autor, era una ciudad sagrada para los celtas, mucho, mucho antes de que llegaran los romanos. Ubicada a 1.130 metros de altitud sobre el nivel del mar, sus formaciones graníticas y su tradición de ser cuna de grandes místicos, la envuelven, en efecto, en ese aura pacífico que tiene el silencio. Aquí, es cierto, no está mi árbol favorito de villa Borghese al que abrazar y ni, tan siquiera, el altar surrealista (por la ubicación) y salvador (por su aparición) de Sin City, sin embargo, en cada uno de sus rincones, como en aquellos en los que ha estado Mr. Gray, encuentro un refugio propio de fuerza y armonía. Sí, cierto, gracias por recordármelo. Ayer, sin ir más lejos, acuérdate, me bastaron cinco minutos a pie para llegar hasta la orilla del río donde, por sorpresa y sin invitación, me encontré en mitad de un concierto de ranas. El acomodador me dijo: Pase y siéntese. Y eso hice. Me coloqué en un banquito de madera con vistas a los arbustos salvajes que dan cobijo a los patos mientras el caballo marrón hacía aparición sobre el escenario en busca de la yegua blanca. El sol me calentaba la espalda y el agua corría, sin demasiada fuerza, pero sin rendirse a los calores de la primavera tardía, a través de un cauce de cemento. No vi los peces, pero a cambio observé cientos de letras que flotaban sobre el agua, como una regata de veleros, y en cada golpe de corriente formaban palabras y frases que hablaban de una niña a quien un tornado la trasportó a un mundo de enanos, personajes, miedos y fantasías que sólo un mago, el de Oz, podía liberar. El mago, al final, resultó ser un “peinacabras” sin demasiado poder pero con la furbizia suficiente para aparentar ser más de lo que era y erigirse en un ídolo, remedio o solución infalible, de quien quiere cambiar y mejorar y no sabe cómo. Tal vez, el camino de losetas amarillas llevó a Dorothy hasta la simple conclusión de que "como en casa no se está en ningún sitio", y ahí acabó el cuento. Pero le proporcionó la fortaleza de atreverse a dar los primeros pasos y recorrer un mundo de lugares poderosos y sagrados donde todos los que salían a su encuentro tenían algo que decirle y enseñarle. De unos, como me dijeron hace mucho tiempo, se aprende lo que se tiene que hacer. De otros, lo que no. Pero esta es la historia de otro día porque la de hoy me transporta hasta el templo de las Inscripciones en Palenque (México), la zona de Tiwanaku (Bolivia), la cueva de Sanbangsa (Corea), el templo de Izumo Taisha (Japón), la montaña Adam en Sabaragamuwa (sri Lanka) y el sonido del Ganges cruzando la ciudad sagrada de Varanasi donde la corriente, en cada golpe, construye palabras y frases que narran el periplo de una freelance a quien sus sueños viajeros la transportan siempre a un mundo de sensaciones con forma, a veces, de caja mágica de cristal.
EXTRACTOS DE LA REALIDAD
Asfalto. Melbourne. Copyright foto: Teresa Morales