Aún hay mucha luz, en esta tarde de finales de julio, cálido, que no caluroso. Me llega algún mail de amigas que están en Italia y quieren visitar a la vechia signora. Roma, con todo su encanto y esplendor, a la espera de que yo sea capaz de aconsejar bien sus virtudes y recovecos más atractivos y apreciados. Tenía la mente tranquila y la ambición romana algo dormida, después de unos días en el norte, al arrullo de olas que forjan una costa con sabor a mar y bosques. Y, de pronto, como por arte de magia, se presentan sin avisar las vias y vicolos de la Ciudad Eterna, entre mis papeles, libros y carpetas del despacho y del ordenador. Se abrió una ventana, la que pone "Relatos" y apareció una historia que nació a finales de junio, a orillas del Tiber. Un cuento que se cocinó en el centro de la ciudad, aunque no en la parte histórica, sino en uno de los viales principales que alberga varios edificios de los años 50. En uno de ellos, en concreto el que las oficinas municipales identificaron con el número 38, hay ocho pisos con viviendas a las que se entra atravesando puertas de madera, perfiladas con remates negros, casi nacarados, y una escalera principal que se abrió paso en el hueco de la estructura principal con una curva sensual, más propia de las caderas de las mujeres de Lempicka que de la mente de un arquitecto que, por aquel entonces, lloraba a todas horas por la ausencia de un amor que nunca supo retener. En aquel edificio, en cuyos buzones aún queda el diseño art decó de apellidos ilustres como el de los intelectuales Feltrinelli, hay un patio de luces. En cada planta, más de diez ventanas que desembocan en los entresijos de unas historias personales de voces, gritos, risas y llantos. En el quinto piso hay cuatro ventanas niqueladas en un azul petróleo que brilla sólo en los días grises, y en el sexto, una cuerda de tender sirve de apoyo para una docena y media de pinzas rojas que nadie usa desde hace cuatro meses. Desde el tercero, salen volando todas las mañanas satélites de aroma a canela y vainilla que el señor Bonare, el pastelero, dirige en una sinfonía de esencias dulces y golosas. Y llegan, como por arte de magia, hasta el despacho de la chica que habita, a temporadas, en la última planta. Se cuelan, sin permiso, entre sus montañas de papeles y sus colecciones de libros, acariciando delicadamente sus páginas entre anís y azúcar glacé. Aromas de coco rallado, de cacao y menta, de gotas de limón y naranja que se abrazan en un gemido con las mil y una letras de una máquina de escribir desde donde surgen historias de madres e hijas. Una mañana, aquella fórmula de fragancias evocadoras a tartas y pastelitos de media tarde se condensó en el aire para, a los pocos minutos, descargar una lluvia de caricias y sabores. Palabra, esta última, que empezaba con la misma letra de la primera palabra del cuento que, por aquel entonces, la escritora extranjera del segundo había recopilado de su historial de cartas que le había diseñado a su madre y que, en esos momentos, estaba a punto de enviar a otra hija que lloraba la ausencia de una madre que, a pesar del tiempo transcurrido, nunca llegó a irse del todo. Cuento que comenzaba diciendo así:
Siéntate, tengo que contarte algo. Madre e hija se reunieron en la mesa del comedor, frente al gran ventanal. Las tazas de té humeaban. En el cuenco del centro sólo quedaban dos nueces. Una mosca revoltosa jugaba a darse cabezazos contra el cristal de la lámpara. Afuera, el viento soplaba con ímpetu y chocaba contra las rejas del balcón. Se oían los motores de los tractores vecinos y algún que otro coche que cruzaba la carretera a más de la velocidad indicada. Apenas había luz natural pero la penumbra de la mañana enfocaba las miradas lo suficiente como para que pudieran entrever más allá de las palabras. Durante una hora, la madre habló y la hija escuchó. La historia era un precioso cuento acerca de los ideales que se desvanecen, de las luchas que nunca acaban, de la capacidad para renovar vitalidad mientras la propia vida golpea, de la habilidad para adaptarse al sufrimiento y convertirlo en fortaleza, de la virtud de hacer papiroflexia con la mente hasta doblarla en cuantos pedazos uno quiera… Y así, durante un buen rato, madre e hija se descubrieron, acercándose más. Mientras, el sol recobraba el trono de astro rey y dejaba caer un rayo por el ventanal del comedor. Cuando se levantaron, ya no había nueces en el cuenco y el té sólo era un mero recuerdo humeante, una bolsa de hierbas mojadas, fría y desteñida. La mosca ya no estaba. Y el silencio se sumó a la charla, acompañándolas.