El jardín de los frailes. El Escorial. Copyright fotos: Teresa Morales
En 1977, a la buena (y atípica) de Yoyai Kusama no le quedó más remedio que internarse (por voluntad propia, todo sea dicho) en un hospital. Dicen que su vulnerabilidad física y psicológica no le dejó más alternativa que refugiarse en un centro desde el que, a día de hoy, alimenta el alma de sus creaciones. Kusama pasaría desapercibida, como una japonesa más en un mundo de locos, si no fuera porque su pasión por las redes y los lunares (amén de su obsesión por los símbolos fálicos) la catapultó al firmamento de las estrellas del arte contemporáneo (además de ubicarla en un puesto de honor entre las artistas con más delirios de su país). Quizás, fruto de su relación con los ambientes transgresores del Nueva York de los años 70, donde la creación iba de la mano de las drogas y el performance art y el pop invadían las calles, las revistas y las tertulias con su exhibicionismo y colorido ajenos a toda corriente precedente. Realmente, tengo que decir a favor de Kusama que me fascina su energía y su capacidad para, a estas alturas de su trayectoria, seguir pintando lunares de colores sobre tablas, lienzos y todo bicho viviente y naturaleza muerta que pasa a su lado. Ella, con su pelo fucsia y sus kimonos, sigue jugando a transformar la realidad en fantasía, paseando su obra por los museos más importantes de Europa, desde la Tate en Londres hasta el Reina Sofía en Madrid, donde he tenido el placer de descubrirla. Me parece admirable que a sus ochenta y dos años (sí, sí, 82 años), esta pequeña asiática de mirada perdida o extraviada, quizás cansada o simplemente incrédula, algo soberbia tal vez (sólo tal vez) o, quién sabe, sencillamente pasada de rosca como consecuencia de su edad (ya lo dice el refrán: es más sabio el diablo por viejo que por diablo) se haya adaptado a unas condiciones de vida limitadas como paciente (que lo es) y desde su cordura (que haberla hayla) aún consigue emocionar al espectador con habitaciones de dimensiones y perspectivas infinitas gracias a los espejos, las luces y el agua. Los Infinity rooms (como ella los llama) son espacios tan surrealistas como indescriptibles en los que no cabe nada más que el arte de soñar y dejarse llevar en un mundo que parece no tener principio ni fin. Una actitud más propia del budismo y hasta objetivo del centro mismo de cualquier mandala, como el que configura la planta arquitectónica del templo de Borobudur, en la isla de Java. Allí, en la base de uno de los volcanes más activos del planeta, el Merapi, en medio de una selva y sobre las orillas de un lago inexistente, se erige un Buda que, probablemente, gana, en tamaño, al de Kamakura, en Japón. No seré yo quien haga una competición de dioses para revelar si la grandeza va en el formato o sólo en los gestos y en las intenciones de los mismos, ni tampoco creo que lo haga Kusama quien, seguramente, de tener una deidad enfrente lo primero que haría sería despojarle de las vestimentas, sonreírle y decorar su cuerpo con topitos en tonos verdes, azules, rosas y amarillos, mientras ella observa la incredulidad de la divinidad y, de reojo, se dirige al visor del fotógrafo y rumorea (en japonés) algo así como: que cada uno saque la conclusión de la percepción de su propio yo. Intenso, muy intenso.