San Lorenzo de El Escorial. Copyright fotos: Teresa Morales
Cuando no se puede triscar por las montañas (un verbo que yo no me he inventado y que las cabras dominan a la perfección) no queda más remedio que evocar algún que otro parque para aliviar las ansias de oxígeno y acción. Dos palabras que, casualidades de la vida, son las que más usa en estos momentos Emilio Úbeda. La primera porque su último encargo profesional ha supuesto, según él, “un balón de oxígeno” a su negocio (y a su cuenta corriente, entendemos y de lo que nos alegramos). La segunda, porque los doscientos confesionarios que ha realizado en madera le han tenido ocupado no, ocupadísimo. Emilio es un carpintero de Ávila, católico aunque “no con exceso” (según las declaraciones que él mismo se ha encargado de dar a varios periódicos, entre ellos La Vanguardia). Yo estoy muy orgullosa de personajes como él. Porque es paisano, porque es honesto y porque es currante. Y porque, estoy segura, el parque del Retiro se verá estupendo con el resultado de su obra. Cientos de confesionarios blancos de líneas minimalistas para pecadores veniales de tendencias más clásicas que modernas que aprovechan la visita del Papa Benedicto XVI a Madrid para adentrarse en el pulmón de la capital con vistas a salir a la Puerta de Alcalá redimidos y, espero, mejorados. En uno de los vídeos promocionales de la JMJ se pregunta dónde está el alma de una ciudad. En la comida, en la historia, en su arquitectura, en sus emociones, en sus creencias… hasta que aparecen dos jóvenes mochileros que cruzan una de las salas del aeropuerto y afirman: el alma de una ciudad está en su capacidad de cambiar las vidas de quienes pasan por ella. Confieso, sin confesionario, que yo, como el maestro Úbeda, no soy una católica en exceso, aunque mis inquietudes místicas me llevan siempre a desarrollar un despertar de la conciencia donde quepa todo lo mejor de cada una de las religiones que se practican en los más de 170 países de donde proceden los casi dos millones de jóvenes que ya pululan por España a la espera de una bendición y un encuentro papal. Me asombra el entusiasmo con el que descubren rincones de nuestro país mientras el sol sacude con ganas y los termómetros de Madrid supera los treinta y cinco grados. Sonríen, entre ellos, conscientes de que están viviendo algo que de verdad sienten y me pregunto si el alma de la ciudad tendrá, a su vez, la capacidad de evolucionar gracias a la ilusión y los estímulos de quienes pasan por ella. Y ya no sé si de lo que hablo es de un deseo fervoroso que empuja a las personas a creer firmemente en la posibilidad de construir e incluso a moverse, haciendo que en ese ir y venir se quede siempre un poso de energía positiva. Aunque sí, supongo que sí, que hablo de fe, la que mueve montañas, la que nos empuja a soñar, la que (tal y como decía Albert Espinosa) hace que aquello en lo que crees se cree. Y ahora no hablo de religión, ni del Papa, ni de Jornadas Mundiales, sino de la capacidad del alma humana para materializar, vivir, disfrutar, respirar, tocar y sentir las aspiraciones sensoriales y emocionales. Y hasta convertir el anhelo de triscar por la montaña en una realidad. Tal vez hoy no, pero mañana volveré a caminar entre las cabras. Sí o sí.