Alioli
con azafrán y naranja, chocolate de tiramisú, confitura de tomate rojo… Mmmm…
Todo me resulta apetecible y evocador. Son algunas de las propuestas de
Delishop que me llegan de la mano de una colega, María Nájera, a la que admiro
por su capacidad para reinventarse y para darse a nuevas aventuras con
entusiasmo, ya sea el peregrinaje o la
difusión de ciertas exquisiteces gastronómicas. Le prometí que sacaría estas
delicias en mi blog y aquí están. Porque, francamente, suenan a gloria bendita.
Pero además, como digo, todo me resulta evocador y me transporta a otros momentos.
Pienso en los trozos de cáscara que flotaban en la mermelada de naranja amarga,
la favorita de mi tío que compraba con sabor a Cointreau. Y el azafrán que, por
extrañas razones que desconozco, siempre asocio con la India y no con España;
de Italia me llega el mascarpone con el se realiza el mejor tiramisú del mundo
que no es el de mi amigo Tomás, aunque he de confesar que ese está estupendo
(quizás el segundo más espectacular de todo el planeta), sino el que comí en un
pequeño restaurante de un vicolo aún más pequeño, en Roma, junto con mi querido
poeta Amézketa; y el tomate, rojo, bien rojo, como los que cultivan en esas
grandes plantaciones de Gran Canaria que, en la retina de mi infancia, veo
alrededor del paisaje de Las Palmas hacia el sur de la isla y que me cansé de enumerar,
por activa y pasiva, cada vez que bajaba al aeropuerto o subía de él después de
algún viaje. La comida es así, evocadora. Trae sabores y fotogramas de otros
tiempos y otros lugares hasta depositarlos en el paladar del presente con el
que se activan los recuerdos, dulces, amargos, salados, ácidos, agrios, pero
siempre, sabrosos. En mi memoria, tal vez, haya ingredientes demasiado emotivos
y poco tangibles, incapaces de estar en el interior de un tarrito a la espera
de que alguien abra la tapa en un movimiento circular que haga pop. Pero los
voy cocinando aquí, entre fotos de viajes y escapadas, con referencias a
amigos, músicas, colegas, experiencias vitales, curiosidades, leyendas, sueños
y amores…
Observo
el bote psicodélico de los chicles de rosa que me trajo de China mi buena amiga
Mar, Marlota, ante mi insistencia de mencionar aquellos otros increíblemente
florales que compré en Japón hace ya casi cinco años y que me sirvieron para
iniciar, sin quererlo, un cuento que quizás, alguna vez, se convertirá en una historia
de éxito en el cine. ¿Por qué no? Afuera, tras el cristal, las hojas de
hierbabuena de la planta que tengo en la terraza han dejado una fragancia
fresca en la piel de mis dedos y el aroma del pimiento, ese ya dentro de casa,
me recuerda que las lentejas ya están guisadas y a punto de caramelo. Ganesh,
tumbado al sol, se relame a falta de que le ponga su ración de pienso, y en la
taza que he dejado sobre la mesa del despacho, decorada con las figuras de unas
amorosas Matriuskas, ya no queda apenas ni una gota de esa infusión con canela,
hinojo y gengibre que trae toques de atardeceres orientales y que hoy me han
sugerido que me la tome con un poquito de miel de romero para aliviar la irritación
de garganta. Y es que, ahora que me había propuesto comenzar este año
trecexcelente con más calma y silencio, la naturaleza de mi organismo me ha
obligado a estar calladita, sí o sí. Es lo que Simon & Garfunkel llamarían,
casi irónicamente, The Sound of Silence. Y a lo que yo me rindo, plácidamente,
por el bien de mi salud y de mi voz.
Foto: Delishop. D.R.