En la confluencia del Tíber con las orillas de la isla
Tiberina, el río más emblemático de Roma arrastra plásticos, maderas, ramas y
restos de ropas y juguetes que alguien, en algún rincón de la ciudad, abandonó
a la suerte de aquel caudal. Giuseppe cruza el puente Garibaldi todas las
mañanas, entre las once y las doce. Junto a él, agarrado fuertemente de su
mano, su nieto, Filippo. Un joven inquieto y solare de tan sólo seis años.
Justo en el centro, en el punto medio que separa los apéndices de la zona señorial
con los inicios de un Trastevere bullicioso y popular, Filippo se suele parar.
“Nonno, voglio vedere il fiume”. Giuseppe le alza, cogiéndole con ímpetu de las
axilas. En el preciso instante en el que sus ojos sobrepasan la altura del
muro, la mirada inocente de aquel chaval inicia un viaje de fantasía sobre las
corrientes turbias de aquellas aguas. Unos días se desliza sobre alguno de esos
troncos de madera, creyéndose capitán de un barco pirata; o juega al fútbol con
el balón sucio y desinflado que rebota una y otra vez entre la orilla y el muro
de contención; se imagina el perfil de una madre vestida con ese vestido rojo,
ya roto y descolorido, que se arremolina entre las cuerdas enmohecidas de las
embarcaciones cercanas. Y los días en los que su abuelo contiene un minuto más
la fuerza para elevarle por encima de la piedra, le da tiempo para advertir, a
lo lejos, el resplandor de un castillo lejano, tal vez el suyo o el de una
princesa, al que se accede única y exclusivamente, a través de las aguas
eternas de aquel río vigoroso y ensordecedor. A la misma hora que el pequeño
Filippo se convierte en rey, bucanero, príncipe o caballero real, depende de lo
que vea, minuto arriba, minuto abajo, Alessia cruza el río subida en su
bicicleta roja que le compró a Simone, un viejo comerciante de bicicletas, de
pelo blanco y ojos color azul mar que lleva más de treinta años en el puesto
número 25 del mercado de Porta Portese. Quince minutos antes de llegar al Ponte Garibaldi, Alessia sale del palazzo de Vía Margutta que todos conocen
como el de Vacanze Romane porque fue allí donde se rodó parte de la mítica
película. Diez minutos después de salir del puente, llega hasta un pequeño
vicolo que nace de la via de San Francisco de Sales y en donde, ciento
cincuenta años antes, un viejo arquitecto inglés afincado en la ciudad italiana
había edificado un palacete. Hoy, se ha convertido en un centro municipal para
personas con discapacidad y enfermedades mentales. Todos los días, entre las
once y las doce de la mañana, los usuarios que llenan aquellas dependencias sonríen
a Alessia en cuanto la ven entrar en la sala de estar, con su sonrisa radiante,
su mirada alegre y sus jerseys de lana de colores. ¿Qué había hoy en el río?,
le preguntan. Y ella, cogiéndoles la mano, se inventa una pequeña historia que
les haga soñar. “Hoy, en mitad del puente, había un príncipe y un rey,
observando el horizonte, y saludando a sus súbditos que habían ido a ofrecerles
flores, panes y ricos manjares. En mitad del agua, danzando junto a la
corriente, navegaba un barco velero, con las velas de color púrpura y dorado. Llevaba
una bandera con el dibujo de una cigüeña. Un ave que, según dicen, trae buenos
deseos. También había una gran dama, guapa y sonriente, sentada sobre la
cubierta de aquella nave, rodeada de niños y ninfas, hadas y ángeles”. ¿Y
caballos?, le pregunta alguno. “Sí, y caballos. Sobre praderas verdes, muy
verdes, praderas inmensamente verdes bañadas por un camino serpenteante de un
río largo, muy largo, tan largo y mágico como el Tíber”.