Existe una señora, elegante, que me abre la puerta de su vida todas las mañanas. Tal vez, ella no sepa si es tarde o pronto, si ya estuvimos o si nos vamos, pero su corazón siente. Y me emociona. Hoy la vi, con los ojos bañados en lágrimas, cuando una conocida del barrio le preguntó por su marido al que hacía tiempo que no veía. Ya han pasado dos años desde que él se fue. Ella aún le piensa. Y con la entereza que da el no querer llorar en público, de una forma discreta, casi imperceptible, le dedica parte de su emotividad. Regresé a casa, pensando en quienes entretienen la realidad con pequeñeces sólo porque no pueden irse a otro sitio, y lo hacen con resignación. Unos días, alegres; otros, con esa pena interior que deja la ausencia del ser amado. Me acordé de un relato que escribí el año pasado para un concurso que no gané...;-)) Hoy se lo dedico a la señora que me abre la puerta de su vida todas las mañanas y que, en silencio, sigue amando. Tal vez, la dimensión del tiempo se pierde, las palabras se olvidan, los conceptos se evaporan y la identidad se esfuma en las nieblas que deja la vejez. Pero amar, y la persona amada, eso jamás se olvida y siempre está presente. Aquí y ahora.
"Benilde tenía 97 años. El azul
de los ojos diluido en la vejez de sus cataratas. Y la piel, tan fina, que su
nieta comparaba sus arrugas con los pliegues de su faldita plisada. Benilde no
sabía muy bien por qué la mañana de los jueves tenía que hablar con una
desconocida, pero ella jamás preguntó, así que se colocaba donde la sentaban y permanecía en
silencio hasta que escuchaba su nombre.
“Benilde, hoy vamos a escribir
una postal imaginaria. ¿Sabe lo que es una postal?”. Ella miró a la monitora y
sonrió. Por dentro, su cabeza pensaba: “¿Cómo no voy a saber lo que es una
postal? He escrito cientos, cuando le mandaba algunas letras a mis hijos desde
Benidorm. Pero, ¿imaginaria? Las postales se escriben desde donde uno está y
son reales”. Sin embargo, Benilde
contestó: “¿Una postal?” Así que la chica le explicó y repartió un cuartilla de
cartón a cada uno. En total, 13.
Benilde pidió un rotulador
verde. Lo agarró con la mano derecha. Después, le quitó la tapa. A continuación,
lo movió en el aire, en todas las direcciones, como si estuviera buscando algo.
Diez minutos más tarde, la monitora le preguntó: “¿Ya sabe a quién le va a enviar
la postal?” La anciana miró de nuevo a la joven. Pensó: “A mi marido, que está
muerto. Pero si te digo esto creerás que en vez de Alzheimer, estoy loca. Y
prefiero quedarme como estoy”. Y contestó: “A mi familia”.
Con letra clara, que no rápida,
conformó todas las letras del apellido familiar. Y añadió: “Estoy en el Centro.
Me divierto con mis compañeros”. Pero su corazón hubiera escrito otras frases:
“Querido Alberto, ¡cuánto te echo de menos! Desde que te fuiste, todo cambió.
Enmudecí. Se me pegó la pereza y dejé de conversar. ¡Para qué! Ahora vengo al centro
de Alzheimer. Creen que no recuerdo nada. No lo verbalizo, cierto. Pero siento
y lo llevo dentro. Tanto como tu ausencia. Hoy también te pienso. Te quiero”.
La joven recogió todas las
postales. Miró la de Benilde y se asombró. Cómo era posible que una mujer de 97
años escribiera tan bien nueve palabras. Desde lo más agradecido de su alma la
miró y sonrió. “Gracias, Benilde. No ha sido difícil, ¿verdad?”. Y aquella
señora, cuya mirada de color azul se difuminaba en la sabiduría de la vejez,
contestó: “No, hija, no.”